A casi un mes de haber tomado posesión de la presidencia, Claudia Sheinbaum no muestra cuál será el rumbo de su gestión. Si bien le gusta y conviene a sus intereses, pues le permitirá gobernar sin obstáculos, sin contrapesos y de acuerdo con su voluntad, la reforma al Poder Judicial está resultando ser una carga pesada. Se sabe que consiguió que Adán Augusto y Gerardo Fernández Noroña no propusieran, como querían, elevar a rango constitucional una regla que prohibiría a la Corte declarar inconstitucionales algunas leyes. Quizás la presidenta tenía en mente, cuando aún no rendía protesta, suavizar algunos preceptos de la reforma. Tal vez por eso es por lo que un día se atrevió a afirmar que la reforma no era prioritaria. Sin embargo, el tema no desaparece de la agenda pública y no le granjea apoyos, más allá de los que naturalmente emanan del círculo amplio de los fieles seguidores de la llamada cuarta transformación. No se entiende por qué no se aparta de él; por el contrario, lo retoma a diario, al grado de descalificar a académicos de Harvard por haber reído cuando escucharon de boca del ministro de la Corte Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, los requisitos exigidos a los aspirantes, por las leyes que regirán la elección de jueces.
La presidenta no se apartará de los lineamientos trazados por el gobierno anterior, directrices que conforman el llamado proyecto de nación de la cuarta transformación. No tendría por qué hacerlo. Un amplio número de mexicanos la eligió a ella para que le diera continuidad, a través de lo que ella ha llamado —pero que ya no repite— su segundo piso. No obstante, debe tener en claro que las condiciones en las que ella ha asumido la presidencia difieren sustancialmente de aquellas que marcaban el ascenso de López Obrador. El poder y la presencia en el territorio nacional del crimen organizado ha crecido exponencialmente. Asimismo, las arcas nacionales requieren ser llenadas para cumplir compromisos y echar a andar proyectos.
Por lo que hace a la política de seguridad pública, no ha tomado decisiones que permitan pensar que el crimen organizado será, en principio, contenido y, posteriormente, reducido. Más allá del anuncio de los cuatro ejes sobre los que se desarrollará y de algunas reuniones con gobernadores de algunas de las entidades más afectadas por la violencia —en Palacio, por cierto, no en los territorios estatales—, la presidenta parece evadir el asunto. Debido a que la atención a las causas de la delincuencia es el eje primordial de su estrategia, sería pertinente tomar acciones que demostraran que hay voluntad estatal para enfrentar al crimen.
El país vive en medio de la violencia. Carece de sentido decir que no se busca desatar una guerra, cuando ésta existe. Los cárteles la sostienen actualmente. Luiz Inácio Lula consiguió en su primer mandato reducir significativamente los índices de pobreza de Brasil. Cuando Pascal Beltrán de Río, periodista mexicano, le preguntó cómo lo había conseguido, el entonces presidente respondió que apoyándose en la iniciativa privada y en sus inversiones. El crecimiento económico y sus correspondientes tasas impositivas habían permitido al estado contar con más recursos para apoyar a los sectores más desprotegidos.
Así, en vez de engancharse en una defensa absurda ("del pueblo de México nadie se burla"), la presidenta debería ocuparse de crear una estrategia para pacificar Sinaloa y recuperar su gobernabilidad y para evitar, asimismo, que la guerra entre Chapitos y Mayos siente las bases de la "normalidad" de la vida nacional. El recrudecimiento de la violencia en Guerrero, en Chiapas y su expansión a Tabasco son indicadores de que el enfrentamiento entre cárteles pretende reconfigurar los mercados ilegales. Si a esto no se le pone un freno, la violencia terminará por alcanzar a todo el territorio.
Detenciones importantes reducirían los niveles de violencia y convencerían a la mayoría de los sectores de la población, especialmente a los inversionistas nacionales y extranjeros, que existe convicción de parte del nuevo gobierno para recuperar, para el estado, el monopolio de la fuerza. La presidenta conseguiría así, además, restarle intensidad al debate sobre la reforma judicial.
De esa forma, el asunto podría adquirir una forma menos irracional. Los reflectores mediáticos impiden el acercamiento entre las partes.
Por su actuación a lo largo de este primer mes de mandato, la presidenta parece decidida a seguir la inercia política heredada y no a asumir el mando y conducir ella el rumbo.