Cuando el enamoramiento por alguien o algo se vuelve obsesión, es muy común que los impulsos tiendan a ser incontrolables. Este sesgo emocional ocurre en muchos ámbitos, no solo en las relaciones de pareja, donde quizás sea más frecuente, sino también en el deporte, la moda o incluso en la política.
El estado de enamoramiento generalmente se asocia con una alegoría: se tiende a ver todo "color de rosa", y si la persona que ha generado esa emoción corresponde, entonces se produce la magia. De lo contrario, nuestros sentidos caen presos en las redes de la limerencia.
Sí, limerencia. ¿Habías leído o escuchado la palabra? Yo me la encontré hace apenas unas semanas en el libro "Funderelele y más hallazgos de la lengua", de la lingüista española Laura García Arroyo, quien se refiere al término como una atracción emocional y psicológica duradera que va más allá de la atracción superficial o la fascinación. Según la autora, es "el estado de enamoramiento en el que aparecen la pasión, excitación, deseo, fascinación y un listado de sentimientos e impulsos a veces incontrolables".
De inmediato me aboqué a la búsqueda de esta palabra en otras fuentes, porque supuse que sería una interesante hipótesis aplicarla al caso de la política, sobre todo en los tiempos que vivimos, cuando la polarización que originan muchos temas parece motivada por atracciones románticas o sentimientos de obsesión hacia personas y proyectos. Acá abajo, en el pueblo, levantamos la bandera a favor de causas que pocas veces analizamos, porque nos vemos invadidos por un estado mental involuntario.
Limerencia no aparece registrada en el Diccionario de la Real Academia Española, aunque el observatorio de palabras de la misma institución señala que "la voz limerencia se documenta en algunas páginas de Internet como adaptación del inglés ´limerence´ para aludir al amor romántico". Es una especie de trastorno que se diferencia de la atracción porque no se enfoca en la apariencia física o las habilidades, sino en la conexión emocional y psicológica con alguien o algo.
Permítanme la hipótesis: la limerencia en la política existe, porque, aun cuando muchas ideas que se agitan y ventilan en el mundo del poder se hilan con la razón, en realidad tienen una profunda raíz emocional. Por ello, vemos a simpatizantes y correligionarios de partidos políticos y grupos de poder desgarrarse las vestiduras por defender posiciones que pocas veces entienden, como el enamorado obsesionado que pierde el control de sus emociones por la persona amada, aun sin ser correspondido.
Esto explica por qué hay políticos que sustentan sus discursos en las emociones y los sentimientos de la gente. Convencen más con mensajes de miedo o promesas de seguridad que con programas o proyectos razonables para resolver problemas públicos. Además, se valen de ceremonias, rituales públicos, canciones, símbolos, poesía, historias de vida y muchos elementos más para reforzar las conexiones emocionales, los sentimientos, el amor.
Ya ven, no estaba equivocado Rousseau cuando manifestó que el Estado debía procurar el desarrollo de ceremonias y rituales que generaran vínculos de amor y convirtieran a los ciudadanos en súbditos fieles.
Lecciones de PlutarcoPlutarco nació en Queronea (Beocia), en la Grecia central, y vivió y desarrolló su actividad literaria y pedagógica entre los siglos I y II d.C., cuando Grecia era una provincia del Imperio romano. Se educó en Atenas y ocupó cargos en la administración de su ciudad, donde fundó una Academia de inspiración platónica. Dentro de su vasta obra, son destacables los tratados "A un gobernante falto de instrucción" y "Consejos políticos". De esta última obra, me permito extraer las siguientes dos lecciones, muy importantes para evitar que la emoción, la pasión o el denominado amor político se desborden sin razón, es decir, para contener la limerencia:
1. De todas las clases de amor, el que surge en las ciudades y los pueblos hacia un individuo a causa de su virtud es el más fuerte y el más divino, no el que nace por motivo de grandes dispendios.
2. En política debemos moderar nuestro deseo de honores, pues es igual de pernicioso que el amor por el dinero, sabiendo que el verdadero honor lo tenemos dentro de nosotros, que crece con la reflexión y la contemplación de nuestras actuaciones políticas y que no debe ser considerado como un salario por las mismas, pues el honor mejor y más seguro es el que se distingue por su sencillez.