En el preludio del proceso electoral de 2024, cuando las definiciones de candidaturas copan nuestra atención, trasciende el impúdico reparto protagonizado por varios dirigentes políticos, lo cual exige preguntarnos en qué medida el quehacer de los partidos abona a la calidad de la democracia, al fortalecimiento de la confianza ciudadana y al desarrollo de un mejor país.
Todo indica que los partidos son organismos problemáticos de la sociedad. Así fueron concebidos por algunos estudiosos del siglo XVIII, época en la que ya se hablaba de ellos como facciones que solo pretendían satisfacer o proteger sus propios intereses, evitando la búsqueda del bien general del Estado. Allá por 1742, el filósofo británico David Hume —quien tenía una versión un poco más positiva sobre estas instituciones— no tuvo empacho en relacionarlos con grupos o personajes capaces de sembrar el odio y la confrontación.
Sin duda, lo que hoy está en entredicho es la validez, la legitimidad o la aceptación social de los partidos políticos. Quisiéramos que prevaleciera la más clara defensa que sobre ellos hizo el escritor Edmund Burke, al argumentar que eran capaces de compartir con el pueblo el interés por el bien común. Yo no los desdeño del todo, porque con el paso del tiempo han demostrado —quizá menos de lo deseable— que, cuando se conducen con principios éticos, son capaces de intervenir en la vida de las instituciones públicas y mediante ellas dar cauce a las propuestas de la sociedad. No obstante, cuanto más nos aferramos al propósito de legitimar su existencia, aparecen "pseudo-dirigentes" que se empecinan en hacernos creer lo contario. Mire si no:
Hace unos días trascendió que el priista Alejandro Moreno, el panista Marko Cortés y el perredista Jesús Zambrano, es decir, los tres líderes opositores que decidieron integrar la alianza "Fuerza y Corazón por México", se anotaron en primer lugar de las listas de candidatos por representación proporcional al Senado de la República. No tendrán que hacer campaña para ganarse un escaño. Llegarán a la cámara alta debido a los porcentajes que sus institutos políticos obtengan en la elección del próximo 2 de junio, por lo que solo un resultado catastrófico les impediría el cometido.
La polémica decisión, o el agandalle, para llamarlo por su nombre, provocó una que otra turbulencia. Por ejemplo, al de por sí cuestionado liderazgo que los caracteriza, se sumó el calificativo de vulgares ambiciosos que les propinó el expresidente Felipe Calderón (el mensajero es lo de menos), porque "sólo les importan sus puestos y los de sus amigos, no el país". ¿Acaso no se referían a eso los pensadores europeos de hace casi 300 años cuando calificaban a los partidos como grupos preocupados por sus intereses y conducidos por personajes capaces de sembrar el odio y la confrontación? Tal cual.
Políticos como ellos deberían aprender de las experiencias y enseñanzas de Cayo Salustio Crispo, historiador romano y tribuno del pueblo, mejor conocido como Salustio, quien fue pretor y gobernador de la provincia de África Nova, cargo en el que se hizo de riquezas y cometió toda clase de corrupción financiera sobre las entradas públicas. Durante los últimos diez años de su vida se retiró definitivamente de la acción política para dedicarse a reflexionar y escribir sobre la historia del pueblo romano.
En los primeros párrafos de su insigne obra "La conjura de Catilina", el también senador y jefe del partido cesariano (siempre fue aliado indiscutible de César) reveló de qué manera el espíritu puede condenarse a la miseria: "al comienzo, como la mayoría, me dejé llevar con pasión a la política, y en ella me pasaron muchos lances adversos. Pues en lugar de vergüenza, desprendimiento y mérito personal, imperaban la osadía, el soborno y la avaricia. Y si bien mi espíritu, desacostumbrado a las malas conductas, rechazaba tales vicios, con todo, en medio de tamaños desafueros mi frágil edad estaba prisionera y corrompida por la ambición. Y siendo así que disentía de las malas costumbres de los otros, el ansia por un cargo público me atormentaba con maledicencia".
Salustio expresó que la virtud es la mejor forma de hacer que el recuerdo de nosotros sea lo más largo posible. "El espíritu —dijo— nos es común con los dioses. Por lo cual a mí me parece que es mejor buscar la gloria con el recurso de la inteligencia que con el de la fuerza y la ambición".