Utilizaré imágenes para explicar el punto. Muchos usuarios de Facebook se mostraron con sus huellas marcadas por la pluma indeleble que hacía constar que habían votado. Todos informaban, sonrientes, de manera respetuosa, que habían cumplido con su deber y que el placer los embargaba. No vi ningún caso en el que la preferencia fuera expresada abiertamente, ni siquiera insinuada con slogan político alguno. Su afán no era otro, que el de anunciar que habían acudido a las urnas como ciudadanos de un país democrático y que tenían plena confianza en el proceso, así como en que la expresión mayoritaria de la ciudadanía habría de ser respetada. Por otra parte, en un par de ocasiones, Lorenzo Córdova, consejero presidente del Instituto Nacional Electoral, empleó las cámaras televisivas para informar, de manera calmada, sin aspavientos y con estricto apego a la ley electoral, acerca del inicio y el desarrollo de la jornada electoral. Esas imágenes me produjeron una tranquilidad que resultó ser un contrapunto de la inquietud que había sentido los días previos. Los constantes asesinatos de candidatos y los múltiples atentados contra funcionarios políticos involucrados en el proceso electoral me habían hecho suponer que la violencia se desataría el día de la elección. Pero, también, el encrespamiento y la polarización que permearon el proceso todo, tanto en medios, como en redes y en relaciones interpersonales, me conducían a imaginar escenarios de encono y confrontación abierta. De esa manera, esas imágenes me confortaron, a la vez que me hicieron caer en cuenta en la diferencia que he señalado al inicio de este escrito.
Ciertamente, días de elección y los demás días del año contrastan, parecen corresponder a realidades distintas. Pero no lo son. Elecciones y vida política cotidiana corresponden al mismo México. La diferencia notoria tiene su origen en la historia de cada una de estos procesos. Que, en general, los comicios transcurran tranquilos y que los actos violentos sean esporádicos y mínimos se debe en buena medida a la existencia de un instituto electoral que ha alcanzado la dimensión de institución excepcional en el contexto mexicano y que se ha hecho merecedor de reconocimientos internacionales por su ejemplar organización y manejo de procesos electorales. El INE es una organización ideada, creada, desarrollada y echada a andar por miles de ciudadanos que de mitad del siglo pasado para acá han entendido que México requiere poner freno a la concentración de poder y al consiguiente autoritarismo a que dio lugar el régimen heredado de la lucha revolucionaria. El instituto ha conseguido que en México los votos sean contados y se cuenten. No es cosa menor. En la época de la hegemonía priísta los procesos electorales no eran sino rituales. Los electores no elegíamos; en realidad, otorgábamos legitimidad a un proceso de origen ilegítimo en el que prácticamente los mismos políticos se bajaban momentáneamente de la rueda de la fortuna burocrática, simplemente para intercambiar las casillas en las que darían continuidad a su permanencia y movimiento. A pesar de momentos críticos y de sospechas promovidas más con base en prejuicios que en hechos, hoy el Instituto Nacional Electoral ha conseguido dar certeza a los procesos democráticos y la ciudadanía, mayoritariamente, confía en él y en sus resultados. Gracias a la lucha ciudadana y al instituto emergido de ella, en México ha sido posible la alternancia en el poder. Gracias al INE, López Obrador coronó su sueño de alcanzar la presidencia. Curiosamente, es él quien encabeza fuertes ataques al instituto, con claras intenciones de reducir su capacidad de organización y operación, sino es que de desaparecerlo.
La política cotidiana, como la padecemos diariamente, tiene otra historia. Sus raíces se encuentran en ese régimen autoritario que en los años 50 y 60 sentó las bases de una operación que lo han conducido a registrar niveles de degradación y descomposición preocupantes: la corrupción y la manipulación de actores políticos. Con una presidencia concentradora de poder y un partido de Estado, la política quedó reducida a los deseos del presidente en turno. Eso condujo a que los procesos electorales introdujeran una pedagogía electoral insana: la compra-venta del voto. Por eso, en la medida en que se experimentaron soluciones de apertura democrática controladas desde el aparato de estado, la cultura de la dádiva se extendió y profundizó. Por otra parte, la concentración de poder orilló a los actores sociales a congraciarse con el presidente y someterse a su voluntad. Esas prácticas se convirtieron en hábitos que la democracia electoral no ha podido, ni podrá erradicar, al menos en el corto tiempo. Hoy, esa forma de hacer política sigue vigente, en nada ha cambiado; se está reforzando en la medida en que se están desmantelando los órganos autónomos que también la ciudadanía ha venido construyendo, a lo largo de varias décadas, con afanes similares a los que motivaron la creación del INE. La polarización no hace sino favorecer la concentración del poder y la reconstrucción posible de un partido de estado.
Está claro: nos corresponde a los ciudadanos mantener nuestros deseos por transformar nuestra vida política. Exige mucho trabajo, muchos sacrificios y tremendos embates de las fuerzas enquistadas en el aparato político. Pero la jornada del domingo conduce a abrigar esperanzas.