Pocas guerras de conquista, de las muchas que se han producido en la historia de la humanidad, dieron como resultado la formación de imperios que han logrado subsistir hasta nuestros días.
Al cumplir lo que consideraban un designio divino; su "destino manifiesto", hacerse del litoral pacífico y arrebatar a México más de la mitad de su territorio, nacieron como potencia imperial —y como tal se mantienen hoy en día— los Estados Unidos de América.
Un atajo de conservadores traidores, corruptos y cobardes, encabezados por Antonio López de Santa Anna, les facilitó el trabajo a los invasores que avanzaron hasta California en el oeste, penetraron hacia el sur hasta la Ciudad de México y desembarcaron en Veracruz.
De esa guerra fundacional no hay, en un país tan afecto a la parafernalia bélica como los Estados Unidos, ni monumentos, ni efemérides, ni héroes. Borraron de su historia los norteamericanos, de la memoria colectiva pasada y presente, a esa confrontación a la que deben, como país, su lugar en la historia.
Voraces e insaciables, los estadunidenses no quedaron satisfechos con esos dos millones de kilómetros cuadrados que nos robaron. Intervenir en nuestros asuntos se volvió para ellos la norma; en la guerra de secesión, los confederados, consideraron, incluso, la posibilidad de aliarse con Maximiliano para convertir a México en un país de esclavos. Perdió el sur la guerra, pero no el apetito imperialista, Washington.
Así, de cuartelazo en cuartelazo, alentados, financiados, organizados por la embajada estadunidense en México, llegamos al Siglo XX solo para que, con el asesinato de Francisco I. Madero, fraguado por Henry Lane Wilson, se desatara el infierno.
De "país de esclavos" pasamos a "patio trasero" y luego a territorio donde habría de librarse su guerra contra la droga. De Santa Anna, pasando por Victoriano Huerta, a Felipe Calderón y Genaro García Luna nunca han faltado —qué tragedia la nuestra— traidores dispuestos a ponerse de rodillas ante Washington.
Atrás quedó primero el tiempo en que los marines desembarcaron en Veracruz; los jóvenes mexicanos formados en las universidades norteamericanas, como pronosticaba Robert Lansing, volvieron innecesario el uso de las fuerzas armadas.
Atrás quedó también, cuando con la victoria de Andrés Manuel López Obrador se recuperaron la dignidad y la soberanía, el tiempo en que la CIA, la DEA y la ATF hacían en nuestro país lo que les daba la gana.
Difícil pero no imposible es coexistir pacíficamente, ser incluso un socio estratégico del imperio más poderoso de la tierra; más todavía cuando su potencia comienza a menguar y la integración de América del Norte se presenta como tabla de salvación.
Con dignidad y firmeza —como lo hace López Obrador— puede tratarse incluso con Donald Trump o con un presidente que apuesta a su reelección en estos tiempos aciagos como Joseph Biden.
Persisten, al norte del Bravo —y se agudizan en tiempos electorales como los que vivimos a ambos lados de la frontera— los viejos vicios imperiales; hay "halcones" en Washington que todavía creen que su "destino manifiesto" como nación no es aliarse a México sino someterlo.
Y si, de aquel lado de la frontera, hay quienes se sienten todavía imperio, de este lado hay quienes quieren volver a ser lacayos. Santa Anna vendió a México y se vendió por unos cuantos pesos. 176 años después —por eso digo que el "pinche delincuente" es otro— Claudio X González se arrodilla, estira la mano y toma la plata de la Usaid, ese instrumento de dominación nacido en los tiempos de la guerra fría.