Le cuento una historia. Quizá antes la leyó. Tal vez antes la escuchó.
Había una vez un patriarca de nombre Abraham que recibió de Dios la promesa de unas tierras. Abraham estaba casado con Sara, quien, al reconocerse estéril, le entregó como mujer a su esclava egipcia, Agar, para que pudiera darle descendencia. De esa unión nació Ismael.
Sin embargo, unos años después, Sara fue bendecida con un milagro: quedó embarazada y dio a luz un hijo que recibió el nombre de Isaac. Temerosa de que Ismael reclamara su derecho de primogénito, Sara le exigió a Abraham que alejara a Agar, quien vagó con su hijo por el desierto, donde un ángel de Dios le prometió que haría de él una gran nación. Una de las tradiciones bíblicas sitúa a Ismael como padre de los árabes.
¿Y qué pasó con Isaac? Bueno, tuvo un hijo llamado Jacob, a quien se dice que Dios cambió su nombre por el de Israel, y emigró a Egipto. El caso es que durante más de 400 años los israelitas crecieron y se multiplicaron en Egipto (multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, le habría dicho Dios a Abraham). Por ser grandes en número, fueron considerados una amenaza y convertidos en esclavos.
Aparece en escena Moisés, a quien Dios le ordena salvar a los israelitas y conducirlos a la tierra prometida, en Canaán, a donde llegan después de 40 años de errar en el desierto. A su arribo, dividen el territorio en doce tribus, pero resulta que en el lugar ya estaban asentadas pequeñas naciones (entre ellas los filisteos, un pueblo agresivo y guerrero), sobre todo en la costa sur mediterránea, lugar que con el paso del tiempo dio nombre a Palestina. Ahí empezaron los conflictos por la tierra y sobrevino un raudal de invasiones de muchos imperios, como los babilonios, los persas y los griegos.
El escritor británico Paul Johnson aportó una enorme cantidad de información sobre el tema en su magistral obra "La historia de los judíos". En el prólogo escribió: "En una etapa temprana de su historia colectiva, los judíos creían que habían descubierto un plan divino para la raza humana, de la cual su propia sociedad debía ser el piloto. Desarrollaron ese papel con minucioso detalle. Se aferraron a él con heroica persistencia frente a sufrimientos atroces. Muchos de ellos aún creen en esa misión".
Parafraseando a Arnold Joseph Toynbee, especialista en filosofía de la historia, si una cultura no sabe resolver sus problemas, no podrá escapar al fin natural del ciclo, que es la desaparición. Pues mire usted que, cuatro milenios después de la historia bíblica relatada en el Génesis, generaciones y gobernantes han pasado y en Oriente Medio los conflictos se han reeditado incontables veces.
Después de la Segunda Guerra Mundial, muchos judíos obtuvieron el apoyo de la ONU para asentarse en Palestina porque se quedaron sin hogar debido a las persecuciones nazis. Antes, la región estaba habitada por una minoría judía y una mayoría árabe.
El periodista austriaco Theodor Herzl, en su libro "Estado Judío", publicado en 1897, propuso la creación de un Estado judío en el territorio palestino, considerado como el antiguo hogar, es decir, la tierra prometida.
En noviembre de 1947, la ONU decretó la división de Palestina en dos regiones de igual tamaño: una árabe y una judía. Sin embargo, el 14 de mayo de 1948 los líderes judíos declararon la creación del Estado de Israel en contra de los designios de la ONU (volvía a existir tras casi dos mil años). Un día después, el territorio fue invadido por Egipto, Siria, Jordania e Irak, lo que marcó el principio de una "nueva versión" de la ancestral guerra árabe-israelí y evidenció los intereses colonialistas que las potencias han tenido en la zona.
Desde entonces hasta nuestros días se han intensificado los enfrentamientos por el territorio, con posiciones demasiado extremistas de las partes. Pero los enfrentamientos no siempre han sido iguales. No siempre con los mismos actores. Hoy, los intereses geopolíticos de muchas otras naciones están al acecho, sobre todo porque la posición geográfica de Palestina es estratégica como puente o cruce de caminos entre Europa, Asia y África; entre Oriente y Occidente.
Las enseñanzas de esta guerra son elocuentes. La disputa entre pueblos que hace milenios compartieron presumiblemente el mismo origen, conduce a una ruta dolorosa y atroz que parece no tener fin. Además, ya no es un conflicto local, ha trascendido a lo internacional.
Proporciones guardadas, cuando pueblos que comparten un mismo territorio, o que son vecinos, no muestran voluntad para seguir reglas de convivencia; cuando las diferencias étnicas, políticas e ideológicas perpetúan la violencia, resulta más difícil sentar las bases de un futuro de paz y progreso.