La semana pasada se celebró el Día internacional de la lengua materna. Esta fecha en México se confunde como si fuera un día de las lenguas indígenas, lo cual resulta paradójico, tomando en cuenta que más del 90 por ciento de la población tiene como lengua materna el español.
Desde luego, la celebración auspiciada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) tiene la intención de proteger la diversidad lingüística en el mundo, sin embargo, en este país casi parece un mea culpa del Estado mexicano. Uno más forzado que sentido.
La UNESCO destacó este año que es necesaria una educación multilingüe para la transformación, pues en el mundo 40 por ciento de la población no tiene acceso a educación en su lengua materna.
No obstante las celebraciones que se realizan en México a cargo del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), del reconocimiento de que 43 por ciento de las lenguas originarias del país están a punto de desaparecer, la política pública educativa que nos trajo hasta este punto no ha cambiado desde hace un siglo. La educación en México se imparte en español, la educación indígena muchas veces también se imparte en este idioma y los materiales y docentes con los que se podría impartir clases en las 68 lenguas originarias de los pueblos indígenas en México son insuficientes o simplemente no llegan a donde se necesitan.
No obstante en el artículo segundo de la Constitución federal se reconoce que la nación tiene una riqueza pluricultural que se sustenta en los pueblos indígenas, así como su derecho a la libre determinación, así como la obligación de que las leyes y autoridades tengan en cuenta criterios etnolingüísticos, esta disposición muchas veces no pasa de una declaración de buenas intenciones.
Como refirió el escritor maya Pedro Uc para La Jornada el martes pasado, la crisis de las lenguas originarias pasa por el hecho de que no se imparte educación pública masiva en esos idiomas. Esto no es culpa del idioma español, al que muchas veces se le acusa casi de tener la responsabilidad del peligro de extinción de las lenguas indígenas. Es una decisión de políticas públicas.
Una decisión que se tomó hace poco más de un siglo, pero que tiene raíces más profundas. Fue José Vasconcelos el primer secretario de Educación de México, cargo que asumió en 1921, con Álvaro Obregón como presidente. Es célebre, entre otras cosas, por haber instituido las Misiones Culturales. Su modelo fueron los misioneros del siglo XV, cuya larga labor logró la hazaña de evangelizar y convertir al cristianismo a la mayoría de los pueblos indígenas tras la Conquista.
Las misiones culturales eran itinerantes. Un grupo de expertos capacitaba a maestros, luego ellos iban a las comunidades. Ahí se instruía a más profesores en un esfuerzo multiplicador para llegar a niños, jóvenes, madres y campesinos. Sí había que combatir el analfabetismo cercano al 90%, pero la finalidad era más ambiciosa: integrar a campesinos e indígenas a la identidad nacional. La identidad homogénea del ciudadano mexicano.
En el Ulises criollo, Vasconcelos dice que "la dificultad de penetración en la masa indígena explica el constante peligro de la idea cristiana, diseminada en un ambiente que sigue siendo azteca en su capa profunda. Transformar este aztequismo subyacente, es una condición indispensable para que México ocupe sitio entre las naciones civilizadas".
Sin duda, las misiones culturales y el posterior desarrollo en las políticas nacionales de educación han tenido éxito en sacar a México del analfabetismo. A un siglo de distancia, la tasa se redujo a menos del 5 por ciento. Contribuyó a ello en buena medida Jaime Torres Bodet, quien dio continuidad al legado vasconcelista y marcó un hito en la historia nacional al introducir los libros de texto gratuitos como política pública en 1959, con la aprobación del entonces presidente Adolfo López Mateos.
Pero reconocer esos logros no implica cerrar los ojos ante el costo que esas políticas públicas han tenido: perpetuar la discriminación, la ignorancia de la rica diversidad de sus culturas y la cerrazón a integrarlas en la educación formal. Reducir lo indígena al orgullo folclorista mientras se les cierran las puertas de las instituciones.