No habrá vencedor en la nueva guerra que se libra en el medio oriente. Tanto HAMAS como el Estado de Israel terminarán a la postre derrotados. No parirá la violencia, en este caso, una historia distinta a la que en esa zona se vive desde la mitad del siglo pasado; a los agravios ancestrales, entre palestinos e israelíes, se sumarán otros aún más profundos y graves. La guerra llama a la guerra y el costo más alto, como siempre, lo pagarán las y los niños, los ancianos, las mujeres, los sectores más pobres y vulnerables de la sociedad.
Aterradora resulta la aparente eficacia del bombardeo con el que el gobierno de Israel respondió a la ofensiva lanzada en su contra. Edificios enteros son demolidos, en segundos, por misiles y bombas. Se equivoca, sin embargo, quien crea qué, al borrar del mapa barrios completos en la sobrepoblada franja de Gaza conquistarán, Benjamín Netanyahu y las Fuerzas de defensa de Israel, una victoria decisiva. No hay tal cosa en el medio oriente; Saturno seguirá, en la antigua Palestina y muy probablemente en Siria y en Líbano, a donde amenaza con extenderse de nuevo el conflicto armado, devorando a sus hijos.
Podrán exterminar los israelíes a buena parte del alto mando de HAMAS y a un número importante de los combatientes que participaron en la ofensiva. Otros habrá que, en el futuro inmediato, tomen las armas y lo hagan para vengar a las víctimas inocentes de la contundente y masiva operación militar, con la que Israel, con todo su poder de fuego, su tecnología superior, su capacidad logística, industrial y financiera y el apoyo de las grandes potencias occidentales, respondió a los ataques de la organización palestina. La dureza ejemplar del golpe asestado por las fuerzas que comanda Netanyahu garantiza, paradójicamente, que el conflicto se perpetúe. No elimina así Israel enemigos; los multiplica.
No fue "quirúrgica" la respuesta del Estado de Israel; no entraron los misiles por las ventanas de los edificios -dejando a estos en pie- como sucedió en Bagdad durante la primera guerra del golfo ni operaron comandos especiales que se infiltraron en la retaguardia enemiga: se atacó con masa de fuerza -y todo esto filmado por decenas de cámaras de televisión- zonas densamente pobladas en las que se impide, además, la entrada de alimentos y ayuda humanitaria. Propaganda armada, con un altísimo costo en vidas inocentes y una enorme exposición mediática, hizo el Primer Ministro israelí.
Fortalecidos salieron los extremistas de ambos bandos que matan en el nombre de Dios. Brutalmente golpeada, ahora por misiles y bombas resultó la población civil tanto en Israelcomo en Palestina. El horror de la guerra se apoderó de las portadas de los diarios, las redes sociales y las pantallas de la TV en el mundo que, desgraciadamente, no se alzó estremecido pidiendo a las partes cesar el fuego y dialogar. Con una morbosa fascinación y una leyenda que, más que prevenir incita a verlas, se exhiben una y otra vez "imágenes fuertes" en los medios mientras ambos bandos se acusan mutuamente de perpetrar masacres y, en las calles de varias ciudades del mundo, los partidarios de unos y otros, se manifiestan con indignación y encono. La verdad, como en todas las guerras, es ya, la primera baja.
El viejo antisemitismo cobra vida de nuevo. Alentadas se ven también las fobias contra todo lo islámico. El fanatismo nubla la razón de los líderes de ambas fuerzas y los odios atávicos se ceban con sangre. No habrá, insisto y pese al despliegue de toda la parafernalia militar, vencedores ni vencidos en esta guerra a la que es preciso poner fin, antes de que se extienda y nos devore, mediante el diálogo y la negociación.