En medio de controversias por la reforma electoral y la posible prohibición de pesebres en espacios públicos, los recientes asesinatos de Ariadna Fernanda y Mónica Citlalli convierten de nueva cuenta el tema de las mujeres en asunto de la agenda pública, de acuerdo con uno de los encuadres noticiosos de costumbre: el feminicidio. En México, de enero a septiembre de este año, se habían cometido 711 feminicidios, esto es un promedio de 2.6 feminicidios al día. Sin embargo, sólo unos cuantos han merecido la atención pública, entre otras razones, porque la violencia de género se ha normalizado y porque los crímenes ganan visibilidad cuando familiares y amistades de las víctimas consiguen atraer el interés mediático, a través de denuncias y manifestaciones. La publicidad de estos dos casos se ajusta a este patrón.
El feminicidio, la manifestación más grave de la violencia de género, es un cáncer que ha venido creciendo anualmente en el país. Según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, de 2015 a la fecha, se han registrado 6,420 feminicidios. Del 2018 para acá, la estadística se ha estabilizado entre los 917 y 1,006 asesinatos. Una cifra altísima. Aun cuando la definición del feminicidio ha sido complicada y aún más su medición, al grado que no fue sino hasta marzo de este año que la Comisión de Estadística de la ONU creó un nuevo marco estadístico global para medirlo, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito contabilizó alrededor de 87 mil feminicidios en el 2018, en el mundo. África y América Latina son los países en los que más crímenes de género se cometen. En 2020, México, con sus 978 feminicidios, fue el segundo país latinoamericano más violento, sólo detrás de Brasil, en donde 1,341 mujeres fueron ultimadas.
Las estadísticas son claras: el hogar es el lugar más peligroso para las mujeres y sus parejas o familiares, sus más probables agresores. A tal grado, que los riesgos de las niñas y las adolescentes van también al alza. Entre 2018 y 2021, 250 menores de dieciocho años fueron víctimas de feminicidio; de ese número, 83 asesinatos se cometieron en 2021, año en el que solamente en el cuatro por ciento de los casos los perpetradores fueron identificados, detenidos y sentenciados. Los datos no pueden ser más abrumadores: en México, sociedad patriarcal por excelencia, a la mujer se le educa para servir sexual y domésticamente a su pareja y para hacerse cargo de los hijos; pero, paradójicamente, una vez encerrada, el peligro la acecha. El fenómeno, con claras raíces culturales y estructurales, sólo adquiere relevancia en su fase final, la más trágica.
Casos como los de Debahni Escobar y Ariadna Fernanda López muestran que factores estructurales, como la falta de capacitación de nuestros cuerpos policíacos y forenses, así como la corrupción y los intereses políticos, contribuyen a que la violencia en contra de las mujeres no sólo no sea castigada como debiera ser, sino a que no se detenga y, por el contrario, incremente su presencia social.
Sin embargo, hay experiencias que demuestran que el fenómeno puede ser atendido de manera integral con resultados alentadores. Tal es el caso de la estrategia en contra de la violencia de género que ha echado a andar el gobierno de la Ciudad de México. De 2020 a la fecha, el número de feminicidios durante los primeros cuatro meses de este año fue de 19, 27% menos que los ocurridos en el mismo período de 2020, cuando fueron ultimadas 26 mujeres. También se ha reducido el número de crímenes dolosos contra mujeres, no registrados como feminicidios, y el número de detenciones de presuntos feminicidas. Estos resultados se han conseguido con modificaciones normativas, con creación de bancos de ADN de uso forense, con capacitación a personal policíaco y ministerial con perspectiva de género, pero también con acciones tendientes a fortalecer el tejido social, como fortalecimiento de unidades de atención y prevención de violencia de género, creación de vías seguras, llamadas "senderos seguros", programas de viajes seguros.
La violencia contra las mujeres nos está ahogando y cada vez más. Poco se está haciendo, a nivel nacional, para frenar este cáncer. Dejar la seguridad en manos de militares en nada contribuirá a atenuar este terrible fenómeno. Se requieren autoridades civiles, policíacas y judiciales, entrenadas en perspectiva de género y derechos humanos, mayor capacitación de los cuerpos forenses para identificar a los agresores, pero—sobre todo—políticas públicas tendientes a fortalecer los tejidos sociales, empoderar en la vida concreta a las mujeres, no sólo a través de leyes que pocas veces se aplican, y trabajar en la redefinición de nuestras masculinidades. Tenemos que entender que el problema de la violencia de género tiene más que ver con concepciones del género masculino fundamentadas en el poder opresor y el abuso, que en la supuesta debilidad natural del género femenino. Si conseguimos eso, avanzaremos como sociedad. Pero eso reclama políticas públicas diseñadas de la mano de la sociedad civil y planes de acción echados a andar conjuntamente.