Durante la LXIII Legislatura, la coordinadora de la bancada de Morena, Rocío Nahle, le habló a Andrés Manuel López Obrador, que andaba en precampaña electoral. La acababa de hablar el secretario de la Defensa, el general Salvador Cienfuegos, y la había invitado a platicar sobre la Ley de Seguridad Interior que deseaba fuera aprobada en el Congreso. López Obrador le respondió en forma instantánea que declinara la invitación y que, además, votara todo en contra de los militares. No les darían ningún apoyo, pero después, adelantando su convicción de que llegaría a la Presidencia, les darían todo. López Obrador así lo hizo.
Les dio todo, pero a su modo. En su primer encuentro con el entonces secretario de la Defensa en los meses de la transición, el general Cienfuegos le presentó los nombres de los dos militares que a su juicio consideraba eran los más capacitados para encabezar la Secretaría durante su gobierno, el subsecretario, el general Roble Arturo Granados, y el jefe del Estado Mayor Presidencial, el general Alejandro Saavedra. En vísperas de tomar posesión, lo primero que le dijo López Obrador en su último encuentro fue que su sustituto sería una persona que le encantaría, y que además, hablaba muy bien de él.
Se trataba del general Luis Cresencio Sandoval, quien era el penúltimo promovido entre 23, de los generales de tres estrellas. El presidente escogió a quien pensaba un general con experiencia de campo, con menos compromisos internos, que ha sido una de las variables fijas en la selección del gabinete de López Obrador. Lo que le dijo a Nahle meses antes, lo cumplió. Con un incremento de 11% en el presupuesto, la Secretaría de la Defensa fue de las pocas dependencias que tuvieron un aumento, y quiere que se hagan cargo de la Guardia Nacional, lo que, se puede argumentar, será una transformación hacia el empequeñecimiento del Ejército para convertirlo en una policía militarizada. En los altos mandos militares discrepan de esta hipótesis y sostienen que la Guardia Nacional no será sustituto del Ejército sino una fuerza más, con similar despliegue territorial.
Su desaparición, sin embargo, es una idea que rebota hace tiempo en la cabeza del presidente. Durante la campaña dijo que no había necesidad de tener un Ejército ni una doctrina de seguridad nacional, porque México no tenía enemigos externos ni estaba en guerra. El papel de los militares estaba adentro, en la seguridad pública. Parece una contradicción lo que ha hecho López Obrador por militares, pero como se adelantó en el texto anterior, la Guardia Nacional es más una trampa que un beneficio.
En el ley de la creación de la Guardia Nacional en el Senado, hay una división con respecto al fuero. Los mandos civiles serán regidos por procesos civiles, y los militares por la Justicia Militar. Esto es un contrasentido, según explicaron militares de alto rango, ya que aunque toda su estructura, capacitación y doctrina será militar, el elemento central del funcionamiento castrense, la disciplina, se funda en el fuero. La dualidad de ellos traerá problemas con los civiles, presentará distorsiones en las líneas de mando, y habrá disfuncionalidad en sus tareas. Tal asimetría tendrá consecuencias en las operaciones de campo y eventualmente en los resultados.
El fuero era lo que más buscaban en el Ejército, no la temporalidad porque están convencidos de que sus funciones en seguridad pública trascenderán el sexenio de López Obrador, ni el mando militar, porque seguirán operando como lo hicieron en los últimos dos gobiernos, donde las decisiones macro -estrategias y teatros de operaciones- las tomaban los civiles, y la operación de campo los militares. Este elemento vital para los militares, que nunca estuvo bajo la atención de la opinión pública, puede ser definir el éxito o el fracaso en sus tareas futuras.
La Guardia Nacional apunta a un desvanecimiento en la fuerza del Ejército como la institución que protege la seguridad nacional, y el fortalecimiento de una policía militarizada. Dentro de la Secretaría de la Defensa consideran que el proceso que se viviría con la Guardia sería precisamente el gradual retiro del Ejército de las tareas de seguridad pública para regresar a sus cuarteles. Es cierto ese proceso, pero tiende más hacia su desaparición que al retorno a los cuarteles.
La hipótesis se irá probando cada año con los presupuestos. Un rubro para ver es el equipamiento. El Ejército no puede equipar a la Guardia Nacional porque las armas son de uso reglamentario y bajo los acuerdos internacionales, no pueden ser utilizados para seguridad pública, Nuevas armas y equipo -como cámaras de videograbación para los operativos- serán adquirida para el nuevo cuerpo policial. Se verá si se mantienen simétricos los presupuestos o si se empieza a disminuir el del Ejército por la Guardia Nacional.
Dentro de la Secretaría de la Defensa Nacional se descarta por completo la desaparición de las Fuerzas Armadas, pero el discurso de López Obrador sobre el futuro del Ejército ante la ausencia de amenaza externa, no debe olvidarse. El presidente es muy consistente entre lo que dice y lo que hace. El que tenga en la mente desaparecerlas y dejar el país únicamente con una policía militarizada, no hay que soslayarlo. Costa Rica, que abolió su Ejército en 1948 y creó una policía civil, reorientó su presupuesto en política social.
Costa Rica es un espejo pertinente, porque López Obrador necesita recursos para financiar su proyecto de nación por los pobres y no le guarda aprecio a los militares, como muchos en su equipo, desde 1968. La Guardia Nacional se convierte de esta forma en el puente para cumplir un viejo objetivo multifactorial.
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