Salir todas las mañanas a sostener sobre sus hombros el peso del gobierno mexicano, controlar el mensaje, manejar los ciclos informativos e imponer la agenda pública del día, no debe ser nada fácil para Andrés Manuel López Obrador, quien en una combinación de comparecencia pública a través de un town hall con medios y una conferencia de prensa matutina que suele extenderse por más de 70 minutos, desarrolla un tema que quiere enfatizar ese día y entra a la dimensión desconocida.
El primer momento está controlado, con un mensaje que acompaña con un Power Point y ocasionalmente con miembros del gabinete. El segundo es impredecible, con una miscelánea de preguntas que responden a intereses informativos y políticos diversos, en ocasiones convertido en una especie de corte de los milagros, donde algunos periodistas son utilizados como gestores, o activistas colados plantan su manifiesto. López Obrador batea todo lo que le mandan -por utilizar una metáfora de su deporte favorito-, y a veces abanica strike.
El ritmo es agotador, y aunque mantiene el control de la agenda informativa todos los días, rara vez los temas de relevancia que subsisten en la opinión pública son los que originalmente llevó para plantarlos. La orientación de la agenda, más bien, la ponen los medios. López Obrador responde todo, pero usualmente deja más dudas que certezas. Es natural. Si en el segundo momento se mete a una selva donde aunque hay corderos abundan los lobos, y sin más herramientas que su moral, la utilidad práctica que de ella emane se agota rápidamente cuando lo que se buscan son datos, no sermones. Si el ejercicio empieza a hacer agua, como en los últimos días, el presidente empieza a exasperarse y se le empieza a notar. Lo peor que podría pasar es que las cámaras de televisión lo vieran descomponerse, enojarse, gritar o dar manotazos.
Algo urgente tiene que hacer con las mañaneras. El ideal para un presidente, que sería cancelar las comparecencias diarias y hacerlas periódicas, está fuera de discusión; López Obrador no lo hará, cuando menos por ahora. El formato tampoco cambiará, porque considera que sí le funciona para mantener ocupado el espacio de la opinión pública, lo que es cierto, pero al mismo tiempo es engañoso: si ocupa el espacio, pero comete errores o se tropieza, los errores se magnifican. Por tanto, el presidente tiene que reducir sus márgenes de error que, por lo demás, no necesita imaginar la fórmula ni que alguien invente un modelo. Lo que necesita que su equipo le ayude a mantener el esquema vigente mediante apoyos concretos.
Para hacerlo puede recurrir a viejos recursos. Uno muy útil para el formato que utiliza el presidente es donde el equipo de prensa habla con los periodistas tiempo antes de que comience la conferencia para averiguar cuáles son los temas que tienen en la mente, sus mayores intereses o incluso comentarios sobre alguna información publicada que les haya causado sorpresa. Cuando terminan de realizar el sondeo pueden identificar los principales temas y quiénes los traen en la cabeza, a fin de que preparen tarjetas específicas con las respuestas y los datos que pueda utilizar el presidente en caso de que se la pregunten. Importante saber quiénes son los más proclives a preguntarle sobre ese tema para que así el presidente pueda identificarlos y si el tema es uno que quiera resaltar, le concede la palabra, la responde lo que quiere y además puede inyectar su propio spin.
A López Obrador no le gusta mucho compartir el escenario y sí, en cambio, mostrarse como un actor dominante en toda su extensión. Aún así, debería tener detrás de las mamparas un equipo que esté preparando tarjetas con información que le puedan suministrar inmediatamente después de que le hagan una pregunta comprometedora, como cuando una corresponsal de Bloomberg le pidió el jueves estimaciones sobre la deuda de Pemex y él no supo qué contestar y se tambaleó. El presidente puede y debe tener la mejor información de todo, pero no necesariamente saber de todo. El equipo del presidente que le ayuda con la información, también le sirve para verificar que lo que le está informando su equipo es cierto. No basta que diga que lo que él dice en el Salón de la Tesorería está confirmado; tiene que demostrarse que así es.
Este sistema presidencial de verificación de información le evitaría meterse en problemas por culpa de otros. El caso de los sospechosos de siempre del director de la Comisión Federal de Electricidad, Manuel Bartlett, es un ejemplo. Bartlett presentó una lista de destructores de la empresa, hablando de conflictos de interés y corrupción, en donde incluyó nombres de personas que nunca trabajaron en el sector eléctrico o jamás tuvieron relación con nada vinculado a la CFE. Pero al estar parado López Obrador junto a él, retomando de su mensaje para lanzar acusaciones, el presidente quedó vulnerable y tuvo que pagar el costo de estar mal informado por la mala información que usó Bartlett que no fue corroborada por el equipo presidencial.
Mucho ayudaría a López Obrador que tuviera ese respaldo y, sobre todo, que aceptara que lo necesita. Es difícil contradecir al presidente porque es de ideas muy fijas, pero en juego está toda la acción del gobierno. Sólo en la conferencia del jueves habló de seis grandes temas divididos en 20 subtemas. Es enorme la atomización informativa. Su equipo tiene que acotar el desorden que el mismo presidente impone con tiempos indefinidos para la comparecencia-conferencia, y preguntas múltiples de la misma persona. Todo está improvisado pero tendría que anteponer lo que dice un experto, Raúl Quintanilla: “Lo mejor que sale lo improvisado, es cuando está planeado”.
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