Volvimos de Monterrey en un vuelo que fue perfecto hasta que el avión tuvo que dar una vuelta en espera de su turno para aterrizar en la Terminal 2 de la Ciudad de México.
Luego de aterrizar, no había lugar de desembarco y hubo que esperar en una estación remota.
El transporte de la estación remota nos dejó en unos andenes llenos de otros transportes, estacionados pero con los motores encendidos, que hacían el efecto de una asfixiante cochera.
La irregularidad de la llegada nos condujo a un vericueto irregular que no llevaba a la zona de equipajes sino a la salida de ella, de manera tan confusa que muchos pasajeros daban dos pasos de más y hacían abrir las puertas automáticas de salida.
Los responsables de estas puertas urgían a los pasajeros a salir en vez de decirles que caminaran hacia atrás, a la zona de equipajes.
Una vez salidos, los pasajeros debían ir a una puerta de “personal autorizado” para poder reingresar por sus maletas.
En la puerta de “personal autorizado” había una cola de trabajadores del aeropuerto que empezaban su turno y se identificaban para entrar.
Los pasajeros debían entregar sus pases de abordar y esperar a que un lento escriba anotara sus nombres para pasar luego su equipaje de mano por una rampa de control y seguir por un pasillo que desembocaba exactamente al lugar donde media hora antes habían sido urgidos a cruzar la línea de salida.
Difícil exagerar la estupidez y el mal trato que acompañaba toda esta vuelta. La sensación final fue la de haber pasado por un laberinto de reglas idiotas y responsables imperativos, sin un dedo de frente.
Dos días después volamos a Santiago de Chile. Llegamos al aeropuerto internacional inaugurado hace tres meses, el nuevo Pudahuel.
Caminamos por un espacio radiante de altísimos techos y aéreas estructuras, hacia una zona de revisión migratoria que era como una máquina de precisión, en un entorno de modernidad que se prolongaba al servicio de estacionamiento y a la autopista de seis carriles que lleva en veinte minutos a una zona rutilante de la ciudad.
La sensación final comparativa fue nomás de envidia.