Los dictadores y líderes autoritarios de papel, configurados como héroes de cartón, ilustrados o torpes, se caracterizan todos por su afán de control total y su empeño en imponerse sobre sus súbditos, así concebidos porque solo en la obediencia ciega de masa y favoritos se reconoce el poder terrenal de los Supremos, Generalísimos y Benefactores de la Patria.
Si algunos la obtienen sobre todo mediante la demagogia, la corrupción, la compra o quebranto de voluntades y el despliegue teatral de su fuerza y fasto; otros, como El Señor Presidente de Asturias apelan también a fuerzas oscuras que los protegen e infunden miedo en su entorno. Ninguno, ni siquiera el austero y educado Supremo, descarta desde luego el terror como instrumento implacable contra críticos y opositores.
Las figuras autoritarias, sin embargo, no pueden gobernar sólo a base de golpes ni se sostienen solos. Deben cuidar, como iluminan las novelas del dictador o caudillo, la estrecha conexión entre el afán de poder de Uno, la camarilla cortesana o el aparato burocrático y el conformismo, así sea tibio, de la masa. Así, promueven el culto a la personalidad a través de algún Poeta oficial que canta sus hazañas y con una retahíla de títulos los encumbra al Olimpo, o con placas que en cada hogar los eleva a las alturas ("Dios y Trujillo").
Durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo Molina en República Dominicana, se colocó este letrero en el jardín de la casa del vicepresidente Jacinto Bienvenido Peynado. Imagen tomada de Historia Dominicana Trujillista en Facebook
Algunos, como el Supremo, confían en el influjo de la educación para formar conciencias con resultados contrastantes: mientras un niño escribe que "El Supremo nos ayuda a ser buenos y trabaja mucho haciendo crecer el pasto, las flores y las plantas", otro, influido por sus padres, lo ve como amenazante "araña peluda".
El espionaje de ciudadanos comunes o privilegiados, la manipulación de los medios para embellecer la realidad, sembrar cizaña entre potenciales sucesores, desprestigiar o destruir a los caídos en desgracia o transmutar crímenes de Estado en "defensa de la Patria", como en La sombra del caudillo, forman también parte del amplio arsenal de los aspirantes a "Dictador Perpetuo".
Ya destaquen por su habilidad o crueldad, nuestros Presidentes ficticios necesitan cortesanos serviles hasta la ignominia, capaces de asegurarles que sus paisitos mediocres no los merecen, de propagar infundios incluso contra parientes, amigos o antiguos compañeros de lucha, dispuestos a obedecer sin chistar todas las órdenes, así sea mentir, traicionar, asesinar, resignados a aceptar en silencio la humillación y el despojo.
Con tal de evitar el desprecio o la furia del Líder, quien equipara críticas o denuncias con intentos de "menosca[bar] el crédito de [su] gobierno", se calla ante la corrupción o la injusticia. Como afirma el todavía favorito Cara de Ángel en la novela de Asturias: "un inocente en mal con el gobierno es peor que si fuera culpable".
No obstante su sombrío atractivo, el poder absoluto es más producto del delirio autoritario que realidad alcanzable, aun en la literatura. Cuando cae en la desmesura y en la imposición a ultranza, el poder político o militar arrasa el paisaje y siembra su propia ruina: Pedro Páramo o la piedra aparente de Ixtepec nos recuerdan que la violencia aniquila.
Contra las tragedias y tragicomedias del autoritarismo, la literatura confirma el poder liberador de la imaginación. Las novelas o dramas de Asturias, Roa, Vargas Llosa, Rulfo, Garro y otras nos recuerdan que quienes piensan por sí mismos, disienten o se atreven a actuar contra el Tirano, quienes intervienen críticamente sus escritos, denuncian sus crímenes o dan testimonio del horror, trascienden esas épocas obscuras.
Aunque los vencedores escriban la Historia, un testigo, una sobreviviente bastan para contar las historias de quienes rechazaron "una ética distinta", se rebelaron ante el sometimiento, resistieron en silencio para dar cuenta de su tiempo. (CIMAC)