Quizá el mayor lastre de la izquierda democrática en el mundo sea el de sus pretensiones revolucionarias dentro de la democracia.
Me refiero a la idea de que puede cambiarse todo ya no por la vía de la revolución violenta, como en la epopeya catastrófica que va de la revolución rusa a la china, a la vietnamita, a la cubana, sino ahora por la vía de la democracia, a través de las elecciones y las políticas públicas radicales tomadas desde gobiernos legitimados por las urnas.
Muy rápido los procedimientos de la democracia se revelan para esta izquierda revolucionaria desangeladamente reformistas, incapaces de hacer cambios profundos, verdaderos cambios, cambios revolucionarios.
La izquierda democrática con pretensiones revolucionarias se ve obligada entonces a pelear contra las restricciones de la pluralidad reformista. Normalmente falla y deja un tiradero en el intento.
Es la historia trágica de Salvador Allende en los 1970s, quien se propuso establecer el socialismo en Chile, cambiarlo de raíz, habiendo recibido en las urnas solo treinta por ciento de los votos.
Es la misma contradicción que late en el fondo de la pretensión transformadora de López Obrador, quien quiere gobernar solo para sus votantes, y se dirige a su sociedad no como a un tejido de pluralidades sino como a un campo de batalla dividido en buenos y malos, conservadores y liberales, pueblo y no pueblo.
Es verdad, como dice el historiador Rafael Rojas, que “en el repertorio de valores de la nueva izquierda latinoamericana del siglo XXI, pesaban más los referentes de las izquierdas populistas y democráticas de la primera mitad del siglo XX que los del marxismo-leninismo de la guerra fría” (El árbol de las revoluciones, Turner Noema 2021).
Pero es verdad también que el viejo topo de la revolución no se ha ido del todo del imaginario de esas izquierdas, que hay entre esas izquierdas ahora mismo tres dictaduras que se reclaman revolucionarias y un tibio o inexistente deslinde frente a ellas de las otras izquierdas democráticas del continente.