Conforme las sociedades crecen es más difícil generar condiciones para que avancen. Crecer y avanzar, he ahí la cuestión.
La complejidad de gobernar en el siglo XXI se debe a varios factores, entre ellos el marcado ritmo del crecimiento poblacional y los acuciantes problemas que trae consigo la urbanización: pobreza, degradación medioambiental, insuficiente disponibilidad de agua, aumento de los residuos sólidos, excesivo consumo energético, y muchos otros.
Cada vez estamos más abrumados con lo que ocurre a nuestro alrededor; parece que el mundo nunca fue un lugar tan pequeño y a la vez tan complicado. En las urbes, las múltiples demandas ciudadanas se tornan costosas y difíciles de atender.
Pero esta complejidad va más allá de contar con mejores servicios públicos y resolver eficientemente los problemas colectivos. Las sociedades también son complejas porque las invade la descomposición del orden y la paz, en buena medida a causa de la apatía de las familias por jugar un rol más activo en la formación de valores y la construcción de ciudadanía.
¿De quién es la culpa? Créame que atribuirle la responsabilidad exclusiva al gobierno ya no resulta una respuesta obvia cuando miramos a tanta gente tirar basura en las calles, robar tapas de alcantarillas, invadir banquetas, estacionarse en lugares prohibidos, privatizar espacios públicos y un largo, muy largo etcétera de conductas antisociales.
Hace años tuve la oportunidad de leer un libro titulado "La utopía es posible", escrito por el investigador e historiador estadounidense Murray Bookchin. Una idea nuclear de la obra gira en torno a la palabra "anarquía" y las connotaciones que le podemos asignar. Sin ir muy lejos, el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define la palabra "anarquía" como ausencia de gobierno o poder público, o también como la eliminación de todo poder que coarte o impida la libertad individual.
Visto así, cuando se dice que alguien practica la anarquía o es anarquista, significa que para esa persona no existe poder público o autoridad, por lo que, en pleno goce de su libertad, es capaz de actuar como mejor le convenga.
Según el libro, el anarquismo casi siempre resulta ser una expresión asociada a la negación: el anarquista niega el orden, niega la eficacia de las instituciones, niega el reconocimiento de una autoridad, pero puede ser tan egoísta que llega a negar hasta la solidaridad con quienes comparten sus mismas ideas, porque va en busca de su provecho personal.
Sin embargo, la idea más importante es la que hace referencia a la expresión "anarquía vivida", según la cual el anarquismo no debería ser del todo negativo, puesto que, si el término significa "sin gobierno" o "ausencia de autoridad", deberíamos procurar lo necesario para nuestra subsistencia y la de nuestras familias, sin esperar nada directamente del gobierno; lo necesario para una convivencia social pacífica, lo necesario para conservar un entorno limpio y digno.
Quizá este enfoque resulte polémico, pero cabe reconocer que gran parte de la sociedad se ha acostumbrado a la idea de que el gobierno debe solucionarle todos sus problemas, incluso desde los más simples, como disponer de una banqueta limpia frente a las casas.
Si practicáramos la "anarquía vivida", aquella que tiene una perspectiva distinta a violentar el orden y se refiere más a la capacidad de autogestión de la sociedad, quizá tendríamos mejores condiciones para la prosperidad colectiva.
Aclaro, autogestión ciudadana no implica desatención del gobierno ni falta de cumplimiento de sus responsabilidades constitucionales. Al contrario, unos y otros, ciudadanos y gobernantes, tienen que partir de una premisa común: su propia felicidad solo puede ser posible si las demás personas son igualmente felices, libres y autónomas.
¿No les parece una manera más sana para lograr que la corresponsabilidad y la gobernanza sean una virtud en medio de la complejidad?
Finalmente, la utopía es posible.