Qué privilegio, qué honor vivir estos tiempos de transformación. Ver cómo lo inconcebible toma cuerpo. Atestiguar cómo se viene abajo —pedazo a pedazo— un régimen que parecía imposible de vencer. Sentir cómo soplan con fuerza esos "vientos del pueblo" que, como decía Miguel Hernández, "me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta".
Leo la prensa, escucho la radio, veo la televisión, estoy atento a los discursos políticos y me doy cuenta de que, salvo honrosas y contadas excepciones, quienes son considerados los analistas, los líderes de opinión más influyentes en el país y la mayoría de los opositores padecen, asociada a su enorme soberbia, una muy perniciosa y al parecer incurable atrofia intelectual.
La forma y el lugar desde donde miran al país, la retahíla de lugares comunes que repiten, su incapacidad para ir al fondo de lo que está sucediendo y descubrir aquello que es inédito, lo que nunca había ocurrido, muestra que el viejo régimen logró eso en lo que el fiscal que encarceló a Antonio Gramsci fracasó: "que ese cerebro, encarcelado, dejara de funcionar".
A Gramsci la prisión lo hizo crecer intelectualmente. Aquí 100 años de priismo, con sus prebendas y privilegios asociados, paralizaron intelectualmente a analistas, comunicadores y opositores. A pensar como si no pudieran ser las cosas de otra manera se acostumbraron.
Todos los políticos, todos los partidos, según ellos han de comportarse siempre igual. Nada les sorprende: lo saben todo. Como creyentes, recitan los dogmas de fe aprendidos. Aquello del Gatopardo de que todo ha de cambiar para que todo permanezca igual se lo tomaron al pie de la letra.
Acostumbrados a que la historia les pida cita y acuda a sus estudios de radio o televisión, a que los gobernantes, temerosos de las columnas que publican en los diarios se arrodillen ante ellos o a ser, en el caso de los intelectuales y como decía Kapuscinski, "los dueños del oído", siguen creyendo que aquí las aguas pronto volverán a su cauce.
Lo mismo sucede a los opositores. Priistas y panistas piensan que el río se salió de madre solo por unos años. No entienden que la correntada que los arrastró en 2018, y en cada una de las elecciones que desde entonces se han producido, ya se desgobernó por completo.
Un revolucionario heterodoxo como Andrés Manuel López Obrador, al que intentan caricaturizar, simplificar, meter en esos compartimentos estancos aprendidos del viejo régimen o descalificar con su reducida y usual colección de epítetos termina, siempre, por dejarlos con cajas destempladas. No entienden la dimensión histórica de su liderazgo; insisten en considerar solo como "un presidente más" al hombre que le dio un vuelco radical a este país.
Otro tanto sucede con los opositores. Creen, por ejemplo y como les enseñó el PRI, que los programas del bienestar, o son limosnas o sirven para atender a la clientela electoral. Imposible les resulta pensar que se trata de acciones impostergables de justicia social; no lo hacen ni siquiera en defensa propia. De seguir el país por la senda neoliberal habría explotado. Esta transformación, pacífica y en libertad, también a ellos los ha salvado.
Hoy, unos y otros, en una clara manifestación de la atrofia que padecen, viven obsesionados con el "tapado", con el "dedazo", con el o la "favorita". No le creen a López Obrador porque no lo conocen, no lo respetan y no lo entienden. Se volverán a equivocar cuando resulte que aquí, por primera vez en la historia, a la hora de elegir a quien habrá de competir por Morena en 2024, no será el Presidente, sino el pueblo, al que desprecian, el fiel de la balanza.