Las luchas feministas que con el paso de los años han ido ganando protagonismo en el mundo; esas grandes cruzadas por la apertura de más espacios y el ejercicio de más derechos a favor de las mujeres, izaron la semana pasada, el 5 de octubre para ser más preciso, una nueva bandera de reivindicación de causas: la asignación del Premio Nobel de Literatura a la escritora francesa Annie Ernaux (apenas la mujer número 17 en obtenerlo).
La galardonada, de 82 años de edad, es una de las fervientes creyentes de la fuerza liberadora de la escritura y autodefine su trabajo como intransigente y plasmado con un lenguaje sencillo.
Ha dicho que “escribir es un acto político que nos abre los ojos a la desigualdad social”, y por lo tanto hace uso del lenguaje como “cuchillo” para desgarrar los velos de la imaginación.
Tal vez en nuestro entorno no era tan asiduamente leída o se sabía poco de su obra, pero de seguro -como ha ocurrido con otros premiados- la demanda de sus libros irá en ascenso en las siguientes semanas.
Aunque yo tenía referencias de ella por algunos textos periodísticos, consultados sobre todo durante el último lustro, confieso mi nulo acercamiento a su propuesta literaria, y más por curiosidad que por culpabilidad recién leí su libro “El acontecimiento” (2000), en el que relata su experiencia personal al someterse a un aborto clandestino en los años sesenta. Ya antes, en su primer libro, “El armario vacío” (1974), había penetrado en lo más profundo de sí misma al plantear de manera tensa y cruda la historia de una joven universitaria que se sometió a un aborto.
Constaté aquello en lo que gran parte de la crítica literaria coincide: la premio Nobel es cultivadora de una prosa confesional que aborda temas como la maternidad, el aborto y el cáncer de mama, por citar algunos, en buena medida impulsada por la escritura de sus propios diarios y por las obras de otras mujeres.
En abril de este año sostuvo una charla con la revista “Letras Libres”. En ella, expone con mucha claridad que, aun cuando no define su estilo como intimista, para escribir se vale de su experiencia, de cosas de su vida, como un tipo de materia a explorar.
Un ejemplo de ello es que una vez, cuando tenía diez años de edad, escuchó a su madre hablarle a una vecina de una hija muerta. La hermana a la que nunca conoció falleció un par de años antes de que ella naciera, víctima de la difteria. La escritora nunca les preguntó a sus padres por su primera hija y ellos tampoco le contaron nada, pero este descubrimiento inspiró un libro: “La otra hija”, en el que aparece una frase contundente: “No escribo porque estás muerta. Has muerto para que yo escriba, ahí está la gran diferencia”.
¿Qué miro de relevante en la obra de Ernaux como para que valga una recomendación? Al menos dos cosas: primera, nos enseña la importancia de recurrir a la memoria personal; segunda, a partir de sus vivencias, de sus propias experiencias, de su yo protagónico, nos ofrece historias colectivas, historias que, no me cabe la menor duda, protagonizan muchas mujeres en diferentes tiempos y latitudes, quizá sin que la autora se lo hubiera propuesto.
Como Annie Ernaux ha referido en varias ocasiones, después de 48 años de la publicación de su primer libro, tres palabras describen el conjunto de su obra literaria: “escribir la vida”. Y vaya que la tinta de su pluma coge los colores de la introspección y la tenacidad.