Del Che Guevara -se decía allá en la guerra en El Salvador- hay que tomar lo más científico; su terquedad, su locura, su ejemplo.
A lo inaudito se atrevió ese hombre qué, con solo un puñado de combatientes y desde las selvas y montañas de Bolivia, se lanzó a liberar a toda América Latina.
No era posible esa revolución por la que esas y esos valientes luchaban; las circunstancias no estaban maduras y una vanguardia, por arrojada y audaz que sea, no jala a un pueblo con el cual no se ha fundido y cuando lo logra -ejemplos de esto sobran en la historia- termina alejándose de él.
Al revés han de ser las cosas; más que jalar hay que dejarse empujar, impulsar en la dirección que los pueblos desean y necesitan.
Las revoluciones posibles y deseables son ahora resultado de la voluntad mayoritaria de los pueblos expresada democrática y pacíficamente en las urnas.
Aunque la vanguardia ha de colocarse entre la gente y no al frente de ella como se pensaba en el pasado, la audacia, la locura y el ejemplo -lo más científico del Che- de quienes asuman la dirigencia de los movimientos de transformación sigue siendo fundamental.
Sólo quien emerge del pueblo y se mantiene fiel a él.
Quien entre la gente se mueve y a la gente conoce y hace suyas sus demandas, sus sueños, sus aspiraciones.
Sólo a esas y a esos en los que la gente se reconoce.
Sólo quien, como rezaba un cartel colocado en una casa de seguridad de la guerrilla en San Salvador, está dispuesto a ser "el último en comer, el último en dormir, el primero en morir" -desde los inicios de la lucha hasta el último día de su mandato una vez que se ha conquistado el poder- puede dirigir hasta la victoria a un movimiento de transformación.
Y sólo quien -ya en el poder- ha mostrado ser consecuente e incansable puede aspirar a que, llegado el momento de una nueva elección, ese pueblo -al que nunca abandonó- ratifique su decisión y dé continuidad a la transformación.
Conscientes de la caducidad del poder político, dispuestos a retirarse de la vida pública transcurrido el plazo legal del encargo y decididos a jugarse, limpiamente, la vida en las urnas han de ser las y los revolucionarios en nuestros días.
Si en las urnas y por los votos se conquista el poder, en las urnas y por los votos se ha de estar dispuesto a entregarlo cuando se pierde.
Afortunados somos en México; en la vanguardia de la revolución mundial nos hemos colocado.
Aquí se vive lo extraordinario.
Aquí se da hoy el ejemplo a los pueblos del mundo.
Aquí se reescribe la historia de los movimientos de transformación social.
Aquí la terquedad y el ejemplo de un luchador incansable, de un hombre que no ha dejado de estar en contacto con su pueblo, que es capaz de perderse en él, que solo a su pueblo obedece y solo a su pueblo rinde cuentas, ha logrado lo que parecía imposible.
Ni con todo el dinero, ni con todos los medios de comunicación (salvo honrosas y contadas excepciones), ni con todo el peso que aún tienen los conservadores en las instituciones, en los otros poderes, en el propio aparato del Estado, lograron frenarlo.
Como es esta una revolución que se produce en libertad, ni un pelo se ha tocado a quienes, cegados por la rabia y sedientos de venganza, se oponen a ella.
Aunque conservan intacto su poder de poco les ha servido hasta ahora y de poco, estoy seguro, les servirá en las próximas elecciones presidenciales.
A Claudia Sheinbaum, que pertenece a la misma estirpe de revolucionarios heterodoxos a la que pertenece Andrés Manuel López Obrador; a una luchadora como él, que sabe de la fuerza de la terquedad y del ejemplo, que es capaz de jugarse la vida por lo inaudito, habrán de enfrentarse quienes aspiran a que este pueblo que, se acostumbro a mandar, vuelva a obedecerles.