La exclusión del Rey de España, Felipe VI, como invitado a la toma de protesta de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha reavivado las tensiones diplomáticas entre ambas naciones. Recordemos que los desencuentros que llevaron a poner "en pausa" la relación bilateral comenzaron con la misiva que el presidente Andrés Manuel López Obrador envió al Rey Felipe, exigiendo una disculpa por los abusos cometidos durante la Conquista. Este proceso histórico de subyugación, aunque incómodo para muchos, dio lugar al país pluricultural que somos hoy. Fue un parto doloroso, por supuesto, y quedó una cicatriz difícil de ocultar. Sin embargo, ahí está ese otrora bebé, ahora en su etapa de madurez, luchando por ganarse un lugar de prestigio en el escenario mundial.
Me pregunto si, en lugar de invocar al fantasma del pasado, no habría sido más prudente distraerlo, evitando así que las muestras de resentimiento se agudizaran. Siempre he sostenido que nadie prospera sumido en la zozobra de tiempos ya idos, sino aprovechando las lecciones que estos dejan para construir una base sólida que impulse hacia nuevos horizontes. Como bien decía Winston Churchill, la diplomacia, como método, implica la capacidad de una persona que primero piensa dos veces y, finalmente, no dice nada.
Como la literatura es a menudo una suerte de bola de cristal que nos revela grandiosas enseñanzas, les comparto una síntesis del cuento "Diplomacia", del periodista y escritor británico Lafcadio Hearn, publicado en 1903. He reconstruido algunas de sus partes con mis propias palabras para abreviar el relato:
Un hombre yace de rodillas en un jardín, con los brazos atados a la espalda, a punto de ser ejecutado. Para inmovilizarlo, los sirvientes han colocado sacos llenos de piedras a su alrededor. Cuando el señor samuray llegó al lugar, observó que todo estaba dispuesto adecuadamente para la ejecución.
De repente, el grito del condenado rompió el silencio:
—¡Honorable señor, la falta por la que me habéis sentenciado no fue cometida con malicia! Fue solo fruto de mi gran estupidez. Nací estúpido, en razón de mi karma, y no siempre pude evitar ciertos errores. Pero matar a un hombre por ser estúpido es una injusticia... y esa injusticia será enmendada. Tan segura como mi muerte será mi venganza, que surgirá del resentimiento que provocáis. El mal con el mal será devuelto... Si se mata a una persona cuando está llena de resentimiento, su fantasma podrá vengarse de quien causó esa muerte.
El samuray, consciente de lo que aquello implicaba, lo escuchó en silencio y luego replicó con suavidad, casi con dulzura:
—Está bien. Después de tu muerte, te permitiremos que nos asustes todo lo que quieras. Pero es difícil creer que tus palabras sean sinceras. ¿Podrías ofrecernos alguna prueba de tu gran resentimiento una vez que te haya decapitado?
—Por supuesto que sí —respondió el condenado.
—Muy bien —dijo el samuray mientras desenvainaba su espada—. Ahora voy a cortarte la cabeza. Una vez que lo haya hecho, intenta morder la piedra que tienes enfrente. Si tu airado fantasma puede ayudarte a realizar ese acto, sin duda nos asustaremos mucho.
—¡Por supuesto que la morderé! Y entonces comprenderán mi profundo resentimiento. ¡Temblarán ante la venganza de mi fantasma! —gritó el hombre, enfurecido.
El samuray levantó la espada. Hubo un destello, un silbido en el aire y un golpe seco. El cuerpo del condenado se desplomó sobre los sacos, mientras su cabeza rodaba pesadamente hacia la piedra. Entonces, de manera inesperada, la cabeza saltó y aferró con fuerza el borde de la piedra entre los dientes, mordiéndola con desesperación, antes de caer inerte.
Nadie pronunció palabra; los sirvientes miraron horrorizados a su amo, quien, sin embargo, no pareció perder la calma.
Durante varios meses, todos los sirvientes del samuray vivieron aterrorizados ante la posible aparición del espectro. Nadie dudaba que la prometida venganza se cumpliría, y el miedo constante que los acosaba les hacía ver y oír cosas que no existían. Finalmente, llegaron a un acuerdo: solicitaron a su amo que realizara una ceremonia en honor del vengativo espíritu.
—Es absolutamente innecesario —dijo el samuray, después de que el jefe de sus sirvientes expresó su deseo—. Entiendo que la voluntad de un hombre al borde de la muerte puede causar temor, pero en este caso no hay nada que temer.
El sirviente miró a su amo con ojos suplicantes, y luego, intrigado, le preguntó la razón de esa asombrosa confianza.
—La razón es muy simple —declaró el samuray—. Solo la última intención de ese hombre pudo ser peligrosa. Al desafiarlo a ofrecerme una prueba, distraje su mente del anhelo de venganza. Murió concentrado en cumplir el propósito de morder la piedra, y lo logró, pero no pudo hacer nada más. No hay motivo alguno para inquietarse.
Y, de hecho, el muerto jamás acudió a perturbarlos. Vuelvo al punto: a veces, lo mejor es distraer al fantasma. Es una cuestión de diplomacia.