No sin sorpresa leí algunas de las crónicas deportivas del triunfo del Liverpool sobre el Barcelona en la semifinal de la Champions.
El acento de muchas de ellas estaba puesto no en los méritos del Liverpool o en los errores del Barça, sino en el fracaso de Messi.
Lo que leí era algo más que el reclamo crítico por una mala noche. La cosa iba hasta la derogación de Messi mismo, como un hombre que no está nunca a la altura de las grandes ocasiones, que no aparece en el momento estelar en que hace falta.
El retrato implícito es el de un genio que solo lo es cuando no se necesita. Y venían los ejemplos: no apareció en la derrota ante Alemania en la final de un mundial, desapareció en la derrota de Argentina frente a Francia en otro mundial, desapareció en el juego de calificación contra el Roma el año pasado y desapareció también a la hora buena frente al Liverpool.
De ahí venía el salto, literal en alguna de las crónicas, hacia la sentencia de que Messi solo es Messi en las ocasiones menores, jugando con el Barcelona y en el Camp Nou. Es decir, que Messi no es el genio que vemos en la cancha cada vez que juega, pierda o gane, sino una especie de héroe manco que se achica cuando debe crecerse.
La derogación estuvo no solo en las crónicas, sino también en el corazón de los aficionados, algunos de los cuales recibieron a Messi en el aeropuerto de Barcelona reclamándole la derrota.
Ni cronistas ni aficionados recordaban para ese momento las incontables victorias y hazañas del héroe, la cantidad de goles claves en juegos claves, la avalancha de campeonatos ganados por el Barça en la era de Messi.
El héroe había fallado y ahora era el antihéroe. El ágora había puesto en él todas sus esperanzas y descargaba en él toda su furia.
Difícil no percibir en ese linchamiento, tan absurdo como implacable, cierto regusto por el fracaso del héroe, por la ocasión de bajarlo a tierra y zarandearlo como a cualquier mortal.
La fragilidad de lo sagrado.