La prensa es el doble reino de los hechos y las opiniones, de los reporteros y los comentaristas. La tensión entre ambos es obvia: los reporteros reportan lo que oyen y ven, aunque no les guste, y los opinadores escriben lo que piensan, aunque a veces no piensen demasiado.
Oí de un gran periodista una fórmula para resolver esta tensión: la prensa debe ser dogmática con los hechos y libertina con las opiniones. Debe ser intransigente con los hechos falsos, dudosos o mal documentados, y tolerante con las opiniones de todo tipo, con los únicos límites de la difamación y la calumnia, o cualquier otra restricción que marque la ley.
Nuestro momento parece ir en el camino contrario a esta fórmula. Nuestro momento público es de libertinaje con los hechos y dogmático con las opiniones (véase Trump).
Entramos alegremente, como en un gigantesco desfile mundial, al reino donde las noticias falsas valen tanto como las verdaderas y nadie puede estar seguro ya ni de la verdadera ni de la falsa.
La credibilidad de los antiguos medios ha estallado en pedazos dentro de las redes sociales, y los ejércitos de hackers libran grandes guerras de persuasión y manipulación, que nos incluyen como peones, fuera de nuestros ojos.
La prensa tradicional, y sus viejas exigencias de rigor informativo y libertad crítica, cobran en ese contexto una nueva actualidad necesaria.
Con su principio fundador de servir como contrapeso a los gobiernos, con sus viejos procedimientos de documentar los hechos que publican y abrir sus espacios a la diversidad del pensamiento de su sociedad, la prensa puede cruzar con credibilidad el diluvio de las redes sociales y las cataratas de fake news.
De la diversidad de opiniones, suele decirse: todas las opiniones son respetables. No, decía un viejo maestro del oficio, no todas las opiniones son respetables. Todas las opiniones son discutibles.
Las que son respetables son todas las personas. Hay que discutir todas las opiniones con respeto a todas las personas.
Se diría que en esto vamos también al revés de la fórmula. Nuestro espacio público, en particular las redes sociales, hierve de ataques a las personas y escasea de discusión de las opiniones.