En todas las civilizaciones y culturas, las referencias a la muerte han sido numerosas. En el caso de México, el "Día de Muertos", celebrado el miércoles (aunque las alegorías se prologan durante todo el mes de noviembre), se encuentra inscrito por la UNESCO en su lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Es un tema que no escapa de la fascinación de la literatura latinoamericana y en particular la mexicana, rica en formas y manifestaciones. En torno a la muerte se han escrito poemas, grandiosas novelas, obras de teatro, ensayos y canciones. El viaje puede ser largo y profundo, por lo que en estas líneas quiero abreviar algunas reflexiones acerca de la forma en que tres célebres escritores mexicanos han abordado el profuso misterio que irradia la muerte, a la que han convertido en musa y metáfora de la existencia. Cada uno le ha dado un toque especial a todo lo que ella engloba en sus aspectos místico, trascendental y artístico.
Pienso que la vida y la muerte están en un delicado equilibrio. Cada día morimos y nos renovamos aprendiendo cosas nuevas. No me refiero, por supuesto, a la muerte del cuerpo, sino a la del espíritu, aquel que desfallece cuando no encuentra sentido.
Decía Octavio Paz que "el culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida".
Recalca el Nobel de Literatura que, para los aztecas, no existía la angustia a la muerte, pues este acto natural destacaba por su calidad divina para fecundar, paradójicamente, a la vida. En "Piedra de Sol" el poeta escribe: "Vida y muerte / pactan en ti, señora de la noche / torre de claridad, reina del alba, / virgen lunar, madre del agua madre, / cuerpo del mundo, casa de la muerte, / caigo sin fin desde mi nacimiento".
Con Juan Rulfo aprendimos en su "Pedro Páramo" que los muertos siempre vuelven, te tocan la ventana mientras duermes para despertarte y poder despedirse de ti. En la única novela de Rulfo los personajes son espíritus, almas, todos sin vida, pero llenos de conciencia y de recuerdos. Es una elocuente alegoría de la tradición que los mexicanos conocimos desde niños y que nos hace ver normal la convivencia -por lo menos una vez al año- con las almas que ya no tienen cuerpo, las almas que vienen a recordarnos que siguen aquí y nunca se irán. Nunca partirán, aunque hayan marchado ayer, anteayer o durante todo el tiempo que ha durado la trágica pandemia. Por ello, su ausencia física no está marcada por la tristeza y las lágrimas, sino que la rodea un halo de fiesta y color.
Visto así, un lecho de muerte debe ser la antesala de tiempos festivos, no un torbellino de remordimientos. Hay que apartar al fantasma de Artemio Cruz, el orgulloso personaje de Carlos Fuentes que, moribundo, personificó todos los males de México.
Para Fuentes, después de vivir, al hombre solo le queda la libertad de elegir entre dos tipos de muertes: la que tiene significado y la que no vale nada, la estéril, como la de Artemio Cruz, cuya agonía seguimos paso a paso durante el último día de su vida, en la que es para mí la novela mejor lograda del escritor.
La muerte que tiene significado en el mundo es el resultado de una vida creativa, de luchas por ideales y valores humanos. La estéril, en cambio, es consecuencia de una vida vacía, que no tiene valor alguno para el resto de la humanidad.
En fin, el tema de la muerte en la literatura se encuentra entretejido de temores y esperanzas, dos palabras que, muy a pesar de la contraposición que pudieran representar, constituyen un binomio fascinante, como la muerte y la vida mismas. Piense hoy que está vivo hacia donde quiere dirigirse y que no le perturbe morir, porque nada hay de terrible en ello.
"Dime cómo mueres y te diré quién eres", concreta Octavio Paz, ya que la muerte se revela como el espejo de la vida misma.