A VECES TOMO LA GUITARRA y me pongo a cantar. Procuro que nadie me escuche más que mi alma y las bacterias que me habitan (leí por allí que somos un cosmos para millones de bacterias que viven en nosotros en armonía). Y sin pensar qué canción, aparece la que está más cercana en la memoria, como si ya quisiera salir, como si solo estuviera esperando el momento adecuado. A veces es una de decepción, y no es que esté decepcionado. O una esperanzadora, aunque la esperanza apenas sobreviva. Y en otras ocasiones es una declaración de amor, aunque no me esté declarando a nadie.
ME HA PASADO que me reúno con amigos. E inevitable surge el tema de la política. Y cada quien argumenta a favor o en contra. Son esas ocasiones en que debería yo quedarme callado. Y en todo caso, esperar los desenlaces y conclusiones. Me ha pasado que me engancho y argumento. Solo que, en posiciones encontradas, casi siempre estamos sordos a los argumentos de los otros. Suele suceder: posiciones irreconciliables. Y queda amargo sabor de boca. "Debí callarme". Me recrimino.
POR ESO ES QUE me acuerdo de la guitarra. Y pienso, ya después de las agrias argumentaciones, que debimos haber cantado, entonados o no, un "México lindo y querido", "Corrido a Villa" o "A Zapata". O esas cursis de "Pero recuerda", nadie es perfecto. O hasta algunas de crítica o protesta, como "La casita", de Óscar Chávez, y hubiera terminado mejor esa reunión de amigos. Cada quien argumenta no de acuerdo a como le fue en la feria, a como le ha ido, sino de acuerdo al cristal con el que miramos. La realidad en esencia no es la misma. O no se percibe como la misma.
LAS TAPITAS DE LOS ENVASES de refresco las guardábamos antes. Y las utilizábamos para jugar damas chinas o lotería. Teníamos una bolsa llena de ellas. De tal manera que cuando llegaba el domingo poníamos la mesa grande de madera bajo la enrama de bugambilia, que nos prodigaba fresca sombra, y empezábamos a jugar todos en familia, y hasta algunas guapas vecinas de minifalda participaban. Y tercos, unos que eran tapitas, otros que eran corcholatas. Y empezaba la discutidera, que terminaba cuando el gritón empezaba a cantar las cartas: "el que se queda dormido en la banqueta: ¡el borracho! "De mí no van a estar hablando", decía jocoso mi padre. "Ahí te hablan", decía mi madre. Y mi padre reía. El que nos calienta en tiempos de frío por la mañana: ¡el sol!; y así hasta que alguien gritaba jubiloso: "¡Lotería!". Mi madre repartía limonada o se partía una sandía y cada quien un cacho.
EN MI CASA YO A VECES miraba una guitarra colgada en la pared. Quizá a veces se la daban a guardar a mis hermanos mayores o a mi padre. O quedaba empeñada. No lo sé. Solo que a mí me daba por pasarle los dedos por las cuerdas (estando colgada), y soltaba los sonidos y todos volteaban a verme y me regañaban. Pero siempre ejerció ese instrumento una especie de atracción como imán para acercarme y verla de cerquita, de muy cerquita, como cuando uno mira a una mujer de mucho muy cerca. (Continúa)