Oficialmente, el pasado 5 de mayo terminó la emergencia sanitaria global provocada por el SARS-CoV-2. El anuncio fue hecho por el Dr. Tedros Adhanom, Director General de la OMS, después que el Comité de Emergencias recomendara declarar el fin de la emergencia. A 3 años y 3 meses, del 30 de enero de 2020 cuando fue declarada. Sin embargo, el máximo responsable de la salud pública mundial advirtió que esto no significa que COVID-19 haya dejado de ser una amenaza, este mal sigue siendo una prioridad de salud pública. Declarar que ya no es una emergencia internacional implica que los países deben migrar del modo de emergencia al manejo y control del COVID-19 junto otras enfermedades infecciosas. El virus no ha desaparecido ni desaparecerá. La enfermedad y los decesos seguirán, a cuenta gotas, por mucho tiempo. Los virus que causan pandemias suelen domesticarse y convertirse en parte del propio ecosistema, mutan constantemente para subsistir y adaptarse a las nuevas condiciones de salud e inmunidad, de fármacos y vacunas en su hospedero.
En la postpandemia, las nuevas variantes, cepas y mutaciones del SARS-CoV-2 no representan grandes riesgos para la mayoría de la población inmune; aquellos sanos, vacunados y recuperados del contagio. México ha logrado una cobertura de al menos 1 dosis para casi el 80% de toda la población, y 2 de cada 3 con esquema completo. Una gran fortaleza que favorecería una nueva normalidad; con más mesura, mayor prevención y mejor cuidado de nuestra salud. Sin embargo, el talón de Aquiles está a la vista: enfermos de alto riesgo con diabetes, obesidad e hipertensión y adultos mayores sin vacunar, expuestos sin cubrebocas en las aglomeraciones, trasporte público y lugares cerrados. Una negligencia que podría costar solo unas cuantas vidas; estadísticamente insignificantes, pero infinitamente valiosas. Y es que el SARS-CoV-2 ha disminuido su letalidad, pero incrementado sus mecanismos de contagio para su propia supervivencia. Cualquier dócil coronavirus podría poner en estado crítico a un organismo enfermo, vulnerable y sin inmunidad al primer contacto, sobre todo si el contagio viene de una persona no vacunada o asintomática, hospedero de alguna variante menos amigable. Tristemente, gran parte de los últimos decesos por COVID-19 se hayan en la población no vacunada, de alto riesgo y adultos mayores. Los buenos hábitos adquiridos en la pandemia, como el cubrebocas, la mesura y prevención, les hubiera dado una oportunidad más para seguir impulsando y motivando a sus familias. Pero no terminamos de aprender y nos olvidamos, nos hemos confiado muy pronto arriesgando a los mas vulnerables.
Hace unos meses se registraron brotes en todo el mundo, sin gran relevancia en hospitalización y decesos. Entre junio y julio la UNAM advirtió de un aumento significativo en el numero de contagios, razón por la cual ha recomendado el uso de cubrebocas en sus instalaciones. Medida por demás razonable, ya que en sus recintos conviven casi 500 mil personas de todas la edades y rincones: alumnos, profesores, investigadores, técnicos, trabajadores y visitantes; una ciudad universitaria enclavada en una zona metropolitana que alberga a más de 20 millones de personas. México y el mundo ya transita la postpandemia; y así como la influenza, el COVID-19 se incorpora al catálogo de enfermedades respiratorias. Eso no significa que se haya convertido en un problema mínimo. No. La enfermedad seguirá presente y cobrando vidas. Anualmente, la malaria, el dengue, el VIH, el ébola, el cólera y la influenza, cobran miles de vidas después de décadas de concluidas sus pandemias. Tan solo en lo que va de este 2023, en México se han registrado alrededor de 350 decesos por COVID-19, casi 2 muertes diarias en todo el país; Tabasco reporta una media, para este mismo periodo, de entre 1 y 2 muertes semanales. Cifras aparentemente menores para un país grande de 130 millones de habitantes; pero nadie querría ver entre ellas a sus seres queridos. ( drulin@datametrika.com/Investigador Titular, UJAT/Director General, Datametrika Co.)