"Ha de ser como el fin del mundo. Es, en realidad, el fin del mundo", escribe el poeta Jaime Sabines en el segundo párrafo del primer texto de sus Crónicas del volcán (colección Relato Licenciado Vidriera, UNAM, primera edición 2016), donde narra las consecuencias de la erupción del volcán Chichonal ocurrida el 28 de marzo de 1982, hace 42 años en Chapultenango, al noroeste de Chiapas.
En esta mínima plaquette, apenas de 56 páginas introducidas puntualmente por su biógrafa, Pilar Jiménez Trejo, Jaime Sabines comparte un panorama general de los hechos ocurridos en los poblados de Chapultenango y Francisco León la noche del Domingo de Ramos entre las 10:00 y 11:00 horas, según informaron de la época, donde miles de personas perdieron la vida y se vieron obligadas a emigrar de aquel lugar.
Las 12 crónicas breves en las que Sabines cuenta la reacción de la gente en los albergues, las calles y las comunidades afectadas por el estrago de la erupción vislumbramos un pueblo adolorido y temeroso pero que echa hacia adelante con sus vidas a pesar de la muerte. "Nadie pensaba en otra cosa más que en salvarse; pocos fueron los que pudieron sacar algo de sus casas. Horas y kilómetros después, con el cabello cubierto por los rebozos y las cenizas, vieron aquel amanecer del lunes", también narra Jiménez Trejo.
Con el mismo lenguaje de sus poemas y prosas Jaime Sabines se pregunta: "Uno piensa en ´la cólera de Dios´, pero ¿por qué se encabrona Dios con esta pobre gente?". Asimismo hay una voz angustiada que reflexiona ante la vulnerabilidad de los seres vivos de la tierra, las aves, los insectos, los reptiles y los humanos que estamos a merced de la reacción de la naturaleza y las consecuencias catastróficas que no sólo se vivieron en Chiapas sino que también alcanzaron a los estados vecinos como Tabasco, Veracruz y Campeche, aunque en menor escala.
En algunos de los diálogos Sabines relata el desamparo y el dolor: niños huérfanos que huyen a tropel bajo la lluvia de piedras y ceniza; niños que yacen bajo las vigas del techo de una casa derrumbada, padres que buscan salvar a sus hijos y demás parientes, padres que han perdido el rumbo porque sus casas han sido sepultadas, gemidos de dolor en las ambulancias, la desolación de quienes lo han perdido todo.
El poeta es capaz de humanizar hasta el helicóptero de aspas abolladas bajo la llovizna de rocas incandescentes, pero también reclama a la deshumanización de aquellos que se atreven a lucrar con el dolor y la muerte, cuestiona al periodismo que desinforma y daña con sus noticias falsas, alejadas de la objetividad por mezquinos intereses, alza la voz contra la prensa hiriente que desea ver más muertes para comerciar con el sensacionalismo.
A veces uno tiene la sensación de estar leyendo a Rulfo, de escuchar los lamentos y los monólogos internos de algunos personajes. La ternura y la solidaridad de la gente, la crueldad y la indiferencia ante la desgracia, todo se conjuga en la palabra sabiniana: aquí Julito ya no pide una "tota" porque ha crecido y recorta las notas periodísticas del desastre, la luna no se puede tomar a cucharadas porque está cubierta de arena volcánica y los peatones resbalan entre la espesura de las cenizas.
El poeta canta a la vida y a la muerte, se duele con la tragedia y el desamparo, de ahí nos comparte aquella noche interminable que perdura en la memoria, llena de perplejidades:
–¿Lo vio usted, doña Concha? Es un muchachito como de cinco años, pero no sabe hablar. Sólo dice "má-ma", "má-ma".
–¿Le habló usted en su idioma?
–Seguro. Si yo lo sé su idioma. Le dije que se viniera conmigo a mi casa. Pero no quiso, salió corriendo...
CITA: "A las 4:30 de la mañana me levanté y salí a ver por qué bajaban las vacas. En la oscuridad sentí que algo caía del cielo, como una lluvia silenciosa. Encendí mi lámpara de mano y vi que era ceniza, un polvo blanco lo que llovía".
Adalmiro Rodríguez
Calicanto, Jalapa