El 11 de diciembre de 2006, enfundado en una casaca militar que le quedaba grande, Felipe Calderón, sin consultar al Congreso de la Unión y sin un marco legal, ordenó a las Fuerzas Armadas el despliegue masivo de tropas y declaró la guerra al narcotráfico.
Unas 20 organizaciones criminales, nacidas muchas de ellas en los sótanos del Estado, dominaban el mercado y se hallaban inmersas en una dinámica, que el CIDE, en un estudio publicado en 2016, llama de fragmentación y cooperación.
El negocio de la droga, penetrando al Estado gracias a la corrupción y la impunidad imperantes, venía en ascenso.
Declarar la guerra a un enemigo así; irregular y elusivo, que contaba con una amplísima base social, una ilimitada capacidad de aprovisionamiento financiero y logístico, y que había logrado infiltrar y descomponer a las policías municipales, estatales y federales e, incluso, al mismo ejército, era, desde el punto de vista estrictamente militar, una insensatez.
La política económica neoliberal, que había ensanchado la brecha de la desigualdad social y que abandonaba, en vastos territorios a centenares de miles de jóvenes, aseguraba, por otro lado, una inagotable capacidad de reposición de bajas al crimen organizado.
La porosidad de la frontera norte, la laxitud de las autoridades de los Estados Unidos, renuentes a combatir a los capos anglosajones y la demanda creciente del mercado de consumo más grande del mundo, aseguraba la plata y el plomo necesarios para que los carteles trabaran combate.
En esas condiciones, el propio secretario de Defensa de Calderón; el General Guillermo Galván Galván, pronosticó que la guerra duraría al menos 10 años. Lo que no dijo es que esta guerra, en la que no había ninguna posibilidad de vencer y que se volvería una guerra contra la sociedad, provocaría la descomposición institucional y social del país.
¿Y si la guerra era una insensatez, si no se iba a ganar, si, desde un principio, se sabía que la ola de violencia alcanzaría a otras generaciones, por qué entonces declararla?
No fue un error de Felipe Calderón.
No fue resultado de su ineptitud, ni de su ceguera.
Sabía que no vencería; le bastaba con ahogar al país en sangre.
Imponer la guerra fue resultado de un cálculo preciso; una decisión criminal tanto de Calderón como de su estratega de cabecera, el hombre de Washington que ya estaba, para entonces, en la nómina del narco, Genaro García Luna.
El usurpador necesitaba afianzarse en esa presidencia que se había robado y para hacerlo necesitaba una causa, una bandera en la cual envolverse que le diera un asomo de legitimidad, un instrumento de control y el aval de una potencia extranjera.
Por eso se vendió a Washington que lo cooptó de inmediato como lo consignan los cables, del entonces embajador Tony Garza, publicados por Wikileaks.
Una guerra larga y sanguinaria, permitiría a los norteamericanos, una intervención fácil, prolongada y profunda en nuestro país. El proceso de descomposición institucional y social les facilitaría la dominación.
La derecha conservadora -la jerarquía católica, los empresarios- se comprometieron también con la aventura bélica; la concibieron como el freno definitivo a Andrés Manuel López Obrador y a la izquierda.
Los intelectuales crearon la coartada teórica. Los medios y los líderes de opinión más influyentes abrazaron, como suyas, la usurpación y la cruzada.
No tuvieron los conservadores, esta vez, que traer a Maximiliano; aquí tenían ya a Calderón y a García Luna, quien pese a las múltiples denuncias en su contra se mantuvo firme en su puesto.
La guerra engendró, así, al narco Estado.
Y comenzó entonces el negocio y la matanza.
En un 192% se incrementaron los homicidios.
De 20 organizaciones criminales se pasó en solo 5 años a más de 200.
Los Estados Unidos ganaron billones de dólares vendiendo armamento a los dos bandos mientras, aprovechando la sumisión gubernamental y la paralización social, demolían lo que quedaba en pie del Estado y se hacían de los bienes de la Nación.
Un informe de la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de fuego y explosivos (ATF) habla de que solo entre 2016 y 2021 entraron al país 146,087 armas de fuego.
¿Cuántas habían entrado al declararse la guerra?
¿Cuántas más, considerando que 36,401 han sido decomisadas en el presente gobierno, permanecen todavía en manos de criminales?
A la espiral incontenible de violencia -con Peña Nieto se registró otro incremento; esta vez de 59%- la alimentó el crecimiento exponencial de la riqueza generada por el narco.
Una compleja red de lavado de dinero disperso miles de millones de pesos y ensanchó, a punta de plata, la base social del narco
Solo en lo que va de este gobierno se han decomisado o se han realizado afectaciones al crimen organizado por más de 1 billón 558 mil 857 millones de pesos; el equivalente al 111% de lo que se destina a educación y a casi el 245% de lo que se destina a salud y a bienestar.
Los mismos que legitimaron la guerra -y al hacerlo cometieron un crimen tan grande como el perpetrado por Calderón al declararla- quieren soluciones "inmediatas" y "radicales" como esas que engendran a personajes como García Luna.
Se rehúsan a entender que ese monstruo, el crimen organizado, al que es preciso combatir de otra manera, se nutre, crece, y se multiplica con la violencia, que pervierte al Estado y se apodera de él.
Atacar las causas, arrebatarle a los jóvenes al narco, cerrar la frontera a las armas y a los dólares, denunciar a los carteles estadounidenses, recuperar nuestra dignidad y nuestra soberanía como Nación es lo que nos toca hacer para combatir y vencer al crimen organizado.
No hay que hacerle la guerra; hay que construir la paz.
@epigmenioibarra