La aceptación, por parte de Claudia Sheinbaum, de que la legislatura entrante lleve a cabo, en septiembre, las reformas enviadas por el presidente al Congreso desde principios de año —de las cuales, la que transformará por completo al Poder Judicial es la más importante— no deja lugar a dudas: estamos a las puertas de la construcción de un estado autoritario y de la modificación de la vida y las prácticas políticas. No se trata de una regresión, como hemos cándidamente querido creer, sino de una mutación completa de la vida política social y cultural del país. Me ocuparé de dos diferencias entre ambos autoritarismos que considero muy importantes.
Difieren, en primer lugar, por su origen. El corporativismo priista fue resultado de un largo proceso político que surgió de la necesidad de reducir el conflicto postrevolucionario y tranquilizar a líderes regionales. El autoritarismo que se nos viene deviene de la confluencia de la insatisfacción con los resultados económicos y sociales del modelo económico y social, experimentada por cada vez más grupos sociales; de la creciente desconexión de los partidos políticos con sus bases y la población en general; de los niveles de corrupción de la gran mayoría de los miembros de la clase política; de la existencia de una cultura política más autoritaria que democrática y de la presencia de un líder autoritario carismático que supo integrar las molestias sociales en un discurso cargado de denuncias y esperanzas y valerse de los avances democráticos para llegar al poder. El autoritarismo priista se forjó con un discurso de unidad nacional y de intereses comunes. La cooptación y las negociaciones fueron sus prácticas más frecuentes y recurrió a la violencia como último recurso. El nuevo autoritarismo surge democráticamente de la paradójica debilidad democrática. Si la fuerza del priismo radicó en su larga construcción de legitimidad, el autoritarismo de Morena nace casi todopoderoso; es legítimo de origen. Cooptación y negociación no serán necesarios. La decisión de reformar al Poder Judicial lo demuestra.
Las diferencias de contextos de uno y otro autoritarismo también resultan relevantes. El autoritarismo corporativo tuvo sus raíces en un México tradicional, más rural que urbano, cuya complejidad social era baja. Se consolidó, además, en la posguerra en medio de un proceso de modernidad en el que México tuvo un desarrollo económico sustantivo. El bienestar facilitó el control político y la manipulación de los grupos sociales. Con la producción cultural mayoritariamente concentrada en el estado y unos medios de comunicación social, especialmente los audiovisuales, surgidos de intereses comerciales y cooptados por un estado cuyo poder fuerte los antecedió, la conversación pública se desarrolló alrededor del discurso del poder hegemónico, con escasas —no por ello carentes de relevancia— confrontaciones simbólicas; los conflictos políticos pudieron ser mantenidos así, con pocas excepciones, dentro de los márgenes institucionales y bajo las premisas del poder.
El nuevo autoritarismo surge en la etapa crítica de la globalización iniciada tres décadas atrás, en la que las diferencias sociales y culturales se marcaron, la precarización ha afectado seriamente varias dimensiones de la vida social, especialmente de quienes menos tienen; en la que la polarización ha sustituido al debate, escaso y pobre, que existía y en la que las tecnologías de la información han contribuido a la comunicación en círculos cerrados, basada en escasa información comprobada, prejuicios, descalificaciones e insultos. La sociedad mexicana ha evolucionado hacia una complejidad en la que la multiplicación de grupos sociales, discursos identitarios y demandas sociales dificultan control y programación. En el autoritarismo anterior, las condiciones de desarrollo económico político y social hacían posible que el discurso unificador alrededor de una idea centralizada de "nación" cobrara legitimidad y se proclamara hegemónica. Hoy, esta idea sólo puede ser promovida por la vía de los simplismos. La caída del régimen anterior se explica, en buena medida, por la ampliación de presencias sociales, lenguajes y demandas. El autoritarismo en ciernes reduce discursivamente esa diversidad mediante simplificaciones: sólo existen el pueblo y sus detractores. El autoritarismo priista usó la inclusión para fortalecerse. El nuevo, por el contrario, es excluyente. La polarización es su discurso.
Steven Levitsky y Daniel Zibatt, politólogos norteamericanos, afirman en su libro Cómo mueren las democracias que la contención de los líderes políticos en la interpretación de leyes y el ejercicio del poder es una de las reglas escritas que ha posibilitado el orden social, tanto como las constituciones. Los presidentes del viejo régimen, salvo excepciones lamentables, supieron contenerse. Los límites que de a poco la sociedad civil consiguió ensanchar fueron, en buena medida, respetados. López Obrador rompió esa regla y estableció el atropello y avasallamiento como regla de poder. Se antoja difícil que Claudia recule. El poder sobrado que asumirá la conducirá a pensar que la contención podrá fortalecer a sus "enemigos".