Presencié el domingo pasado el momento en que Claudia Sheinbaum -después de definirse a sí misma y a quienes están por la Transformación de México como humanistas que aman a su patria y a su pueblo y a quienes indigna la desigualdad y la pobreza- asumía pública y solemnemente el compromiso de luchar hasta último el día de su vida para que "las y los mexicanos puedan comer tres veces al día alimentos saludables, puedan tener acceso a la educación, a la salud, al vestido y a la vivienda". Como conozco su historia y la he visto caminar a la par de Andrés Manuel López Obrador, otro de esos imprescindibles que no se rinden, sé que es capaz de cumplir su palabra.
Infatigable, insobornable como Andrés Manuel; así es Claudia. Una revolucionaria de nuevo tipo, digna hija de este "momento estelar" de nuestra historia en el que lo inédito cobra vida. Una heterodoxa, casi una hereje en términos políticos a la que, como a AMLO, resulta imposible encasillar en las caracterizaciones ideológicas hasta ahora en boga. Una de esas revolucionarias que son capaces de luchar para que se construya un verdadero Estado del bienestar en el que van "por el bien de todos, primero los pobres".
De profundizar la democracia, de ampliar las libertades y derechos de las y los mexicanos, de fortalecer los programas sociales, de continuar con las grandes obras de infraestructura y fomentar la inversión privada, de hacer más robusto y eficiente el sistema público de salud, de mantener la austeridad republicana, de hacer de la educación la fuerza fundamental de la transformación y de "no reconciliarse jamás con la corrupción, con el conflicto de interés, con la guerra, con la represión y el autoritarismo, o con el pasado de privilegios" hablaba Claudia y en la tribuna se iba revelando, ante quienes la escuchábamos y mientras enumeraba sus 17 sueños, el porqué será la primera presidenta de la historia de México; la más digna sucesora de López Obrador.
Mientras avanzaba en la lectura de su discurso repasaba yo retazos de su historia y en esa mujer serena y firme imaginaba a la adolescente que, a los 15 años, faltó a dormir a la su casa familiar para sumarse a un plantón por los desaparecidos con Doña Rosario Ibarra de Piedra. A la alumna del CCH que a finales de los 70 se sumó al movimiento de estudiantes rechazados. A la integrante del CEU que el 29 de enero de 1987 colgó la bandera de huelga en el edificio de la Rectoría de la UNAM. A la dirigente estudiantil que, en una audaz alianza, se sumó a la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988. A la alumna de doctorado que en California luchó por el voto de las y los mexicanos en el extranjero. A la científica que formó parte de un equipo que recibió el Premio Nobel. A la militante del PRD, a la fundadora de Morena, a la compañera de lucha de López Obrador, a la integrante de su gabinete en la Ciudad de México, a la Adelita qué se oponía a la reforma energética de Peña Nieto y defendía el petróleo, a la alcaldesa de Tlalpan, a la jefa de Gobierno que transformó la capital de la República. Que historia la suya, que azarosa, que parecida a la de tantas y tantos mexicanos, pensaba yo, mientras la escuchaba. ¿Cómo no creer en que habrá de luchar hasta el último de sus días por este país alguien qué, como ella, ha luchado toda su vida? ¿Cómo no acompañarla en su lucha? ¿Cómo no asumir el mismo compromiso?