Desde el asombro, ese sentimiento que nos invade ante algo grandioso, ante lo que desafía nuestra comprensión del mundo, les invito a mirar lo que sucede en nuestra patria. Humildes hemos de ser ante lo extraordinario; de muy poco, es preciso reconocerlo, sirve todo lo aprendido ante lo que nunca se ha vivido.
Suele decir Andrés Manuel López Obrador, citando a Stefan Zweig, que vivimos un "momento estelar" de esos pocos, muy pocos, en lo que se produce un giro copernicano en la historia de la humanidad.
Tacaños han sido las y los intelectuales tanto de izquierda como de derecha para reconocer que el Presidente tiene razón. Aferrados, unos y otros, a viejos dogmas dan palos de ciego al tratar de interpretar esta nueva realidad. Creen que lo saben todo y por eso la mayoría de sus pronósticos fallan.
Leo las columnas en la prensa, escucho a los comentaristas en la radio y la TV, sigo atento el debate en las redes sociales. Abundan los comentarios sobre un inminente "Maximato" como si Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas estuvieran vivos. Se multiplican los anuncios de una ruptura, entre Andrés Manuel y Claudia Sheinbaum a los que, sin recato, se les compara con Ernesto Zedillo y Carlos Salinas de Gortari.
Mientras un nuevo México toma las calles; el México de ayer, de antier incluso, y peor todavía del siglo pasado continúa posesionado de los medios y domina la conversación.
Mientras lo nunca imaginado acontece frente a nuestros ojos cada día; los mismos de siempre —con los mismos dichos y con la misma soberbia— insisten en restarle a los hechos importancia y singularidad.
En el 2018 el pueblo de México decidió en las urnas cambiar de régimen. Hace apenas unas semanas no solo ratificó esa decisión, sino que fue más allá y, habida cuenta de la resistencia de la derecha conservadora a la transformación, amplió con sus votos -para que pudiera enfrentarla- el margen de maniobra de la primera Presidenta de la República.
De la "revolución de conciencias" hablan Andrés Manuel y Claudia reconociendo, ambos, que a ella se deben, que por ella resultaron victoriosos. Poco se elabora sin embargo intelectualmente sobre este fenómeno extraordinario; estamos ante una revolución que, desgraciadamente, no se analiza, no se cuenta, no se canta, no se pinta, no se filma.
Resultado de los 36 años de neoliberalismo sufrimos, me parece, una especie de colapso de la imaginación. Solo mirar al pueblo, entender como reivindica su soberanía, como manda, como pone y como quita, puede sanarnos de este mal. Solo mirar a este México nuevo con la humildad propia del asombro ante lo grandioso de su pueblo, puede ponernos a su altura.
De desaprender se trata. De desprenderse de lo viejo y asumir que sí se puede hacer —aunque parezca un contrasentido— una revolución pacífica, democrática y en libertad. Que esta puede ser, como nunca han sido otras, amplia, plural y diversa. Que hoy basta con ser decente para ser revolucionario. Que es preciso no aferrarse al poder y que hay que jugarse siempre la vida en las urnas.
Quizás la extrema cercanía impide aquilatar la grandeza de López Obrador y la originalidad y la fuerza de su pensamiento.
Quizás también por eso no acabamos de entender la naturaleza de las relaciones entre dos compañeros de lucha, entre dos combatientes de un mismo movimiento, que no están condenados a replicar los viejos rituales sexenales.
Quizás aún no acabamos de entender, inmersos como estamos unos en la euforia y otros en la rabia, cuánta razón tiene Andrés Manuel cuando afirma que "Claudia es una bendición; lo mejor que le pudo haber pasado a México".
Decía Fernando Pessoa: "La realidad asombrosa de las cosas —y con esta confesión que hago mía cierro— es mi descubrimiento de todos los días. Cada cosa es lo que es, y es difícil explicar a alguien cuánto me alegra esto, y cuánto me basta".