Cuando en un foro académico me dispuse a defender algunas virtudes de un gobierno progresista, hubo quienes, presos de la polarización y desprovistos de todo juicio crítico, señalaron que estaba haciendo apología de una aventura populista, casi una especie de comunismo embozado. Repliqué, en cambio, que uno de los grandes diques que frenan el desarrollo de una sociedad es que los ejercicios de gobierno adolecen de la falta criterios ideológicos, paradigmas y pautas que den sentido a las acciones. Han sido los teóricos de la ciencia política y de la economía —y pocas veces los gobernantes— quienes, por lo general, les atribuyen motes a los proyectos políticos: neoliberalismo, humanismo, conservadurismo, progresismo, o hasta una combinación de ellos, como neoliberalismo progresista.
Rechazo las tesis de aquellos que piensan que las ideas progresistas —cuyos valores clásicos son la equidad y la igualdad— pertenecen al pasado, o son un sueño nostálgico, un ideal romántico, un modelo sin alternativas reales; me rehúso a ellas porque en nuestro tiempo aún vemos condiciones de profunda desigualdad social. Lo cierto es que, en medio de la turbulencia política que entraña la lucha por el poder, no es común detenemos a reflexionar sobre los faros que guían el camino de los gobiernos.
Lo más que escuchamos en medio de la polarización política son descalificaciones sin sustento. Por ejemplo, me llama la atención el uso peyorativo que se le otorga a la categoría “populismo”, porque se le saca del contexto histórico en que surgió para explicar las movilizaciones populares que se presentaron en Rusia a finales del siglo XIX y principios del XX para abolir el régimen zarista (movimiento de los “narodniki”, palabra cuya raíz, “narod”, significa pueblo).
No hace mucho (pienso que tardíamente), durante el mensaje de su cuarto informe de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador calificó como “humanismo mexicano” al modelo de la Cuarta Transformación, en alusión a la frase atribuida al literato romano Publio Terencio: “nada de lo humano me es ajeno”.
El afán de categorizar modelos puede resultar poco atractivo para quienes asumen que lo primordial son los hechos, es decir, atender los múltiples problemas públicos. De seguro a los ciudadanos no les importan los paradigmas, sino que haya respuestas a sus demandas y necesidades.
No obstante, estas representaciones ideológicas sí interesan a los estudiosos de la ciencia política y del comportamiento de la sociedad. Es una variable que, entre otras cosas, ayuda a comprender los resultados de una elección a partir de determinadas tesis y decisiones públicas.
En gran medida, el fracaso de la oposición en la pasada jornada electoral descansó en la falta del modelo de país que deseaba construir y volverlo oferta electoral. Su narrativa se sustentó en escarnios, en tratar de explotar la inconformidad social y visibilizar los yerros del gobierno en turno.
En Tabasco, quiero subrayar el caso del municipio de Centro. Pese al ruido mediático que se creó en torno a la figura de la reelección de la alcaldesa (nada profundo y con abundancia de falacias), se impuso un claro ideal de proyecto, y el pueblo optó por él de manera contundente: un modelo probado con un esclarecedor método de ejecución.
Durante su primer periodo de gobierno, Yolanda Osuna Huerta comprendió la importancia de preocuparse de lo inmediatamente factible en un municipio con inmensas complejidades, pero también supo aplicarse a fondo en la atención de los problemas públicos. Solo se hacen grandes cambios con ideario, y a ella no le faltaron ni ideas ni liderazgo.
Aunque nadie ha conceptualizado su particular estilo de gobernar, yo asumo —sin ambages— que el modelo se acerca a una especie de “humanismo progresista”. ¿En qué me baso para hacer una afirmación de tal calado? Simple: este ideario se basa en la convicción de que el mundo puede ser mejor, y contribuye a que suceda con los principios de la racionalidad, el orden y la sensibilidad social.
En estricto apego a postulados teóricos, dejando al margen las desviaciones que en algunos ámbitos de la vida civil son comunes, las políticas humano-progresistas propugnan por igualdad social, equidad económica y mayores avances en materia sociocultural. Responden a una cuestión: ¿cómo pueden tolerarse diferencias significativas en materia de satisfactores básicos, cuya falta de atención afecta las oportunidades de los miembros de una sociedad? No son tolerables los rezagos en los rubros de vivienda, educación, salud, empleo, servicios públicos.
En el caso que nos ocupa (el municipio de Centro), la respuesta del modelo a las desigualdades tuvo lugar en programas y decisiones como pisos firmes para viviendas de familias en zonas marginadas, inclusión digital para estudiantes de secundaria, apoyos para el emprendimiento y empoderamiento de las mujeres, obras publicas para el ejercicio de derechos, democratización del acceso a la cultura, entre otros. Es progresismo, no populismo; la gente calificó y decidió. Para eso sirven los modelos.
Aun con todo, es sorprendente que a algunos les provoque aversión el estilo de liderazgo orientado a la generación de valor público, porque anidan la equívoca idea de que el gobierno es la principal fuente de acumulación de poder y riquezas. Esas personas, como dice Cavafis, terminan por envilecer su vida hasta volverla una extraña inoportuna.
Por cierto, este ejercicio de gobierno (humanista y progresista) es lo más próximo a un enfoque de desarrollo social-nacionalista que permeó en Tabasco a principios de la década de los 80 del siglo pasado, bajo el liderazgo de Enrique González Pedrero, gobierno del que por cierto formó parte Osuna Huerta. Sus principales pilares eran los ideales de justicia social, derechos humanos, participación democrática, sostenibilidad ambiental y acceso a la educación y la cultura. Imagínese: ya había cuajado hace 40 años. Reitero: para eso sirven los modelos.