Con el paso de los años, los roles de gobiernos y ciudadanos en la atención de los problemas públicos han cambiado profundamente. Durante mucho tiempo, la llamada "participación social" fue apenas un gesto efímero y superficial en los asuntos de interés colectivo.
La democracia, un sistema imperfecto por naturaleza, llevó a muchos a pensar que el simple acto de votar en las elecciones —un derecho y una responsabilidad que todos debemos ejercer— era suficiente para cumplir con el compromiso ciudadano en la toma de decisiones políticas.
Hoy en día, muchos gobiernos muestran un interés genuino en acercar sus servicios a la "arena" cotidiana de los ciudadanos: sus comunidades y espacios de convivencia. Buscan no solo escuchar sus voces, sino también darles voto en temas de impacto colectivo. Sin duda, es una decisión poderosa activar la participación de las comunidades y hacerlas protagonistas de su propio desarrollo, porque se construyen soluciones con legitimidad. Sin embargo, se debe evitar el riesgo de que esta participación termine como un acto meramente simbólico, donde las voces ciudadanas son escuchadas, pero su influencia en las decisiones reales resulta mínima o inexistente.
Pienso en lo anterior como una especie de acto de prestidigitación política: se simula escuchar, se monta el escenario de la inclusión, pero al final, los actores quedan relegados a simples extras en un espectáculo controlado.
Claro, es igualmente común observar lo contrario: la mayoría de las personas, incluso tras recibir mensajes sobre la importancia de su involucramiento en los asuntos públicos, eligen mantenerse apáticas y al margen; su autoexclusión contribuye a profundizar los niveles de degradación social. En los últimos días, hemos sido testigos del claro "mal ejemplo" de personas que, a pesar de las advertencias de las autoridades, continúan arrojando basura en las calles. Esta práctica nociva obstruye las redes de drenaje y los registros durante la temporada de lluvias, convirtiéndose en una de las principales causas de los encharcamientos en las calles.
Los investigadores James Milbrath y M. L. Goel proponen una analogía interesante que sugiere que todos los ciudadanos tienen una forma particular de participación, aunque no siempre lo reconozcan. Por ello, los clasifican en tres grupos: apáticos, espectadores y gladiadores.
La división planteada es una reminiscencia de los roles desempeñados en el circo romano. Un pequeño grupo de gladiadores se baten fieramente para satisfacer a los espectadores que los observan y quienes tienen el derecho de decidir el resultado de la batalla. Desde las gradas, estos espectadores transmiten mensajes, advertencias y aliento a los gladiadores, y en un momento dado, votan para determinar quién ha ganado cada enfrentamiento. Por otra parte, los apáticos no tienen problema en acudir al estadio para presenciar el espectáculo, pero eligen permanecer al margen y abstenerse de participar.
El símil no solo resulta gracioso, sino también preciso: la enorme variedad de posibilidades que ofrece la participación ciudadana en las democracias actuales no significa que todos estén dispuestos a desempeñar el mismo papel. Tampoco implica que todas las personas opten por participar con la misma intensidad, en la misma dirección y en el mismo momento. Por el contrario, solamente una minoría representativa se encuentra dispuesta a actuar como gladiadores, mientras que la gran mayoría de los ciudadanos se limita a jugar el rol de espectadores.
En conclusión, si bien es crucial fomentar una mayor conciencia ciudadana sobre el papel activo que deben desempeñar en la sociedad, los gobiernos también deben ser capaces de articular un nuevo relato sobre lo público que conjugue la cooperación responsable de los ciudadanos en las tareas de beneficio colectivo, ya que su implicación es clave para abordar y resolver muchos de los problemas que afectan el espacio común.