En el centro de la ciudad de Villahermosa, tres adultos mayores departían en una amena charla de café. Los recuerdos de su infancia levantaron el entusiasmo cuando uno de ellos dijo: ¿se acuerdan de los desayunos escolares?
Se conocieron cursando el primer año de primaria con el maestro Balán en la escuela Bolivia Maldonado de Rivas, un edificio antiguo de ventanas altas, puertas de madera, con una pequeña estancia hacia donde se abrían, en el interior, una reja de madera torneada. Daban acceso a un pasillo al frente que giraba a la izquierda y derecha, luego hacia delante formando un cuadro en el patio en el centro de la escuela. Al fondo un teatro, sobre el estrado un salón de clases, al frente el escenario para las tertulias.
Del baúl de los recuerdos brotaban estos a boca de jarro por los labios de aquéllos entrañables amigos. Corrían los años de 1964-1965, cuando nació su amistad. La escuela estaba edificada en el antiguo barrio de Galeana, justo en el entronque con la calle de Morelos; a sus alrededores, casas de madera con tejados de barro, palmeras y láminas. Alguna que otra de material y patios con árboles cargados de mangos, limones, higo, plátano, ciruelas y otros.
Las anécdotas reviven imborrables momentos. Me acuerdo -dijo Ramón- cuando Raúl pasó a declamar en uno de los homenajes; sus nervios lo traicionaron y no se daba cuenta que todos los niños reíamos. Al momento de expresar un verso alzaba su mano derecha, con la izquierda se rascaba sus bajos; al siguiente verso levantaba la izquierda y con la derecha alternaba su rasquiña, todos los maestros y niños nos moríamos de la risa.
Sonrisita recordó cuando el papá les daba un peso que debía compartir con sus dos hermanos: 30 centavos para cada uno y cuarenta para el que repartía. Eso le alcanzaba para una paleta y una golosina o un agua de Jamaica frente a las Turcas. Cuando alguien era castigado en el patio, lo hincaban en un puño de maíz o corcholatas, o le hacían cargar un ladrillo en cada mano, con los brazos levantados. Ni qué decir cuando Niña Moncha -el director-, te esperaba detrás de la reja a la entrada, con su prominente barriga. Usaba un cinturón que parecía un látigo; quien llegaba después de las ocho le descargaba un latigazo, los niños pasaban corriendo, la chamacada espiaba desde el pasillo y reían.
Al finalizar los cursos se montaba una exposición con los trabajos manuales, limpia suelas de corcholatas, mapas coloreados en cartulina, manualidades con palitos de paletas, bolsas tejidas con cintas e hilo, máscaras y figuritas de papel con almidón; figuras con popotes, madera labrada, pinturas, manteles y fundas de almohadas, que se exhibían por la tarde noche en los salones de clase. A las afuera los chamacos de la secundaria perseguían con tijera en mano a los egresados para pelonearlos.
Pero el mejor de los recuerdos fueron los desayunos escolares; al inicio de clases preguntaban al grupo quiénes entraban al programa. La mayoría nos formábamos frente a la mesa del maestro; la única condición: entrar antes de las ocho de la mañana para ser acreedor a este alimento. Por aquel entonces se acababa de inaugurar la pasteurizadora de leche y antes de entrar a la escuela alcanzábamos mirar la camioneta cargada con rejas de lechitas frías y las bolsas de bolillos suaves y esponjosos partidos por la mitad, embadurnado de una riquísima mantequilla, envuelto en una servilleta. ¡Vaya que era un deleite, saborear aquel riquísimo bolillo con leche!