Leí Pueblo en vilo de Luis González en 1969, con un encantamiento similar al de Cien años de soledad.
Había en esas páginas una irrealidad gozosa, vecina de la de García Márquez, aunque el tema de Luis González no era un pueblo mítico, como Macondo, sino un pueblo cierto, llamado San José de Gracia, elocuente en su perfecto anonimato.
Era uno de tantos pueblos olvidados de México, vuelto la materia de un historiador cabal, dueño de su oficio y de una pluma inspirada, capaz de universalizar la pequeña historia de un caserío de doce mil habitantes que no había cumplido aún los cien años.
No había tenido lugar ahí ninguna batalla famosa, no se había firmado el plan de ninguna rebelión, ni había nacido ningún prócer.
Luis González vino al mundo el 11 de octubre de 1925 precisamente ahí, en San José, “un pueblo alto, minúsculo, ganadero y creyente, que sólo se unía a la República mexicana por su lengua, su religión y su odio al gobierno comecuras”.
Había en ese pueblo, escribió Luis González, “muchas razones para sufrir: frío, miseria, robos, asesinatos, desaparición de animales, muertes violentas, usureros, plagas, sequías y peleas que las más de las veces terminaban mal”.
Pero la crianza de Luis González no fue sufridora, sino apacible, ajena a los “coscorrones, pellizcos o palabras malsonantes”. No aprendió a ver el entorno precario de su pueblo con ojos melancólicos o doloridos, sino con una mirada tolerante, capaz de asumir sin aspavientos las aristas duras de la vida.
Dice Tácito que la historia ha de contarse sin afición ni odio.
Luis González contó la historia de su pueblo sin otra afición que a la verdad y sin otro odio que a las plagas de la historia patria: la guerra, la violencia, la intolerancia, la discordia, el abuso, la pobreza, y el desprecio de los de arriba por los de abajo. Luis González escribió lo mejor de su obra en busca de la historia de la gente común, ésa cuyo nombre nunca llega a los presidiums ni a los libros de historia.