Les comparto un pasaje de mi novela Fantasmas en el Balcón (Random, 2021):
Aquel sábado en la Arena Coliseo iba a pelear el pugilista mexicano José Medel.
Medel era odiado por la afición, pues era un flaco de alambre que peleaba cautamente, echándose hacia atrás y caminando hacia los lados, con la guardia alta y la mirada alerta, una mirada que parecía hija del miedo, en realidad una antena que registraba por igual el riesgo y la oportunidad, especialmente si su adversario le dejaba abierto el costado y Medel podía repetirle con la mano izquierda un golpe al hígado y un gancho con la misma mano a la mandíbula, todo lo cual sucedía con una rapidez de colibrí que el respetable público no alcanzaba a ver, salvo cuando el adversario de Medel retrocedía moribundo, aparentemente tocado por nada.
Lo había tocado el golpe de colibrí de Medel, que era él mismo como un colibrí moreno, de piernas delgadas, de brazos delgados, de ojos japoneses, de bigote y cejas mexicas, el pelo de indio cortado en cepillo, a la brush, la mirada temerosa, parpadeante, nada que pudiera amenazar a nadie salvo cuando aquella calaca de pelos breves y huesos de alambre se ponía en movimiento y descargaba golpes relampagueantes que terminaban la pelea o enseñaban a su adversario que más valía no atacarlo de más, no confiarse de más, y llevarla en paz lo más posible con la centella de los puños minúsculos y atentos de Medel, razón por la cual muchas de las peleas de Medel se alargaban y solía ganarlas por decisión, lo cual no enamoraba al respetable.
La República moría de amor por el Toluco López, emblema boxístico de todos los fracasos de la misma República, lo que en aquellos tiempos se llamaba un fajador, un tipo que subía al ring a dar y recibir golpes, a mostrar que no había en él ni temor ni talento, solo la furia para abrumar a su adversario en un pleito a campo abierto, de donde solían salir cejas cortadas, narices rotas y nocauts parecidos a la muerte.
Era como el cura Hidalgo del boxeo, que acababa su epopeya en el desastre solitario.