El pasado martes me di tiempo para echar un vistazo al enfrentamiento entre senadores de diversas fracciones políticas con relación al tema de la presencia de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública.
Más allá de los resultados -se avaló la minuta que amplía hasta 2028 la presencia del Ejército en las calles-, no deja de sorprenderme el cariz ríspido y lleno de descalificaciones con que transcurrió la sesión, algo que ya se ha vuelto común en cualquiera de las dos cámaras del Congreso de la Unión y ni se diga en las legislaturas locales.
En esta guerra llena de lodo e insultos los fusiles dispararon adjetivos del tipo: “perros por huesos y croquetas”, “hienas a la espera de sobras apestosas”, “bola de corruptos”, “traumados y amargados”, “mujer de ligerezas que se ha acostado con medio Azteca”, y algunos otros improperios. Las pasiones hicieron de las suyas, mientras las razones dormían el sueño de los justos.
Alguien me dijo que no debería alarmarme aquello que ya es costumbre en las discusiones públicas de este país, pero confieso que me sigue inquietando la forma en que el respeto por los demás ha desaparecido, sobre todo cuando estas afrentas las protagonizan quienes deberían ser ciudadanos ejemplares y, por qué no decirlo, promotores de tolerancia, cultura de paz y civismo.
Abunda el discurso ignominioso, grosero, ultrajante. Queda sepultada la oratoria respetuosa, constructiva, argumentada. Todo indica que se desdobla la lengua soez cuando los actores, creyéndose poseedores absolutos de la razón, ven amenazado su monopolio por quien piensa u opina diferente.
Es común observar que esta apología de la vulgaridad desde el poder, esta normalización del insulto, termine extendiéndose y contaminando todas las esferas de la política y de la vida pública. Cierto, en los medios de comunicación y en las redes sociales se encuentra el espejo de ese lenguaje virulento y pedestre.
Si de por sí resulta fastidioso toparse con políticos carentes de densidad intelectual que se agotan pronunciando frases vacías con la pretensión vana de parecer buenos oradores, cuanto más lo es tener que aguantar sus expresiones agraviantes. Vaya que Cicerón tenía razón cuando afirmaba que la agresión verbal al adversario es una falacia emocional, un desbordamiento pasional para crear ruido con la apariencia de un argumento.
En la oratoria clásica, la ofensa se consideraba una estrategia débil y errónea; además de subrayar la carencia de argumentos, también producía un deterioro de la imagen personal y ética del orador. La historia registra el siguiente hecho como un ejemplo de esta perversa práctica:
Las Filípicas, el discurso condenatorio que pronunció Cicerón en el senado contra Marco Antonio en el año 44 a.C., contenía expresiones humillantes como: “vergüenza humana andante degradada por el envilecimiento, profanador de la honestidad y la virtud, campeón de todos los vicios, el más estúpido de los mortales, prostituto de moral corrompida, experto en actos de bajeza e infamia, borracho disoluto”. Tales expresiones demoledoras destrozaron para siempre la imagen personal y la reputación pública de Marco Antonio, que a la postre tuvo que exiliarse en Egipto, el lugar de la tierra conocida más alejado de Roma. Por su parte, a Cicerón le costaron la vida.
Lástima que en nuestro entorno no corran la misma suerte quienes se dicen políticos y sustituyen el lenguaje civilizado por el aberrante atraco verbal. Al contrario, con libre albedrío se la pasan llenando de ruido y furia cualquier ejercicio de deliberación. Y lo peor: ¡hay quienes lo celebran! Ver para creer.
COLOFÓN
Cuentan del gran Siddhartha Buda que estaba un día sentado orando y llegó un hombre a gritarle: ¡Usted es un puerco!
Buda, con mucha calma, con una sonrisa, levantó los ojos para dirigirse a aquel hombre y le dijo: Y usted es un Dios.
- ¡Pero cómo!, ¡por qué me dice esto!
- Porque cada quien ve lo que trae dentro.