Sin duda, Ana Gabriela Guevara tiene razón, al menos de inicio: las críticas a ella dirigida dan por hecho que los gastos en los que incurrió en su viaje y estancia en París, acompañando a la delegación mexicana que participó en los recién clausurados juegos olímpicos, fueron cubiertos con recursos el erario. Ciertamente, no pocos periodistas enjuician, critican y destruyen reputaciones sin tomarse la molestia de realizar las mínimas indagaciones exigidas por el buen ejercicio de la profesión. Ella sostiene que el costo íntegro de su viaje fue pagado con recursos propios. Nada "fue cargado a la institución", afirmó, al tiempo que expresó que hará pública la factura del pago. No obstante, su reacción es inadmisible.
"Todo lo que gano me lo trago, me lo unto y me lo visto como me da mi chingada gana. No tengo marido, ni marida, ni concubino, ni nadie que me exija por qué gasto. Es mi gusto y mi placer", respondió con enojo ante las múltiples críticas de las que ha sido objeto desde el inicio de las Olimpiadas. Se entiende que le resulten molestas las acusaciones o las simples insinuaciones o sospechas. Sin embargo, debe tener claro que, en tanto funcionaria y persona pública, está bajo el escrutinio social. Debe saber, además, que un grueso de la población emite juicios y descalificaciones no sólo sin tener fundamentos, sino con el mayor desparpajo, sin consideración alguna por los daños que pueda causar a quien ofende.
Ocupar cargos públicos, especialmente en México, reclama tener un hígado sano. Bien dijo Adolfo Ruiz Cortines, en sus años como presidente: "en política hay que tragar sapos, sin hacer gestos". Esa respuesta grosera, soberbia, vulgar, irrespetuosa debería costarle el cargo a Ana Gabriela Guevara por la vía directa, la destitución. El presidente debería haber recriminado su comportamiento y haberla separado de la dirección de la Comisión, sin otorgarle la posibilidad de la renuncia. Por supuesto, esto no ocurrió, ni ocurrirá. Recordemos que hace unos meses, cuando las jóvenes de nado sincronizado reclamaban apoyos económicos para su desempeño, Gabriela dijo —de manera también altanera y grosera— que vendieran calzones o tupperware, que hicieran lo que quisieran. Conservó el puesto, igual que ahora.
El comportamiento de Ana Gabriela no es casual. Es una conducta que la mayoría de los funcionarios públicos han aprendido del presidente. Empoderado como ningún otro presidente en muchos años, López Obrador se ha encargado de denostar, humillar, amenazar y desprestigiar todas las mañanas a quienes no coinciden con él, así sea mínimo el desacuerdo. Fortalecido por la exagerada fuerza de la que ha provisto de nueva cuenta a la presidencia, y valiéndose del apoyo que identifica en las encuestas, López Obrador se ha dedicado a eludir y negar hechos que evidencian sus desaciertos y los cuestionamientos consecuentes, mediante el método de la distracción/descalificación. Nunca responde una pregunta. Siempre elude. Refiere otros hechos y agrede a sus "adversarios", aunque no tengan relación con el asunto bajo tratamiento.
Entendamos el grosero desplante de la presidenta del CONADE como una expresión clara del deterioro que han alcanzado en la actualidad tanto el servicio como el discurso públicos. Pero, también, como un presagio de lo que nos puede esperar si la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, no pretende otra cosa que cumplir con su palabra y no ser sino la simple constructora de un segundo piso del régimen al que López Obrador le construyó ya el primero, con cimientos muy sólidos, por cierto.
Alguien que ejerce la función pública, como en este caso Ana Gabriela, sólo puede darse el lujo de atropellar a quienes debería servir —los deportistas—, a quienes deben pedirle cuentas—los periodistas—y a la opinión pública cuando sabe que es intocable y que su conducta no le acarreará consecuencias negativas porque no ha hecho otra cosa que respetar el guion de comportamientos que ha sido elaborado por la máxima autoridad del país. También lo hace porque la sociedad ha ido perdiendo su capacidad de frenar los abusos del poder. La seguridad de Ana Gabriela es la seguridad propia de los autócratas: aquellos que saben que no existen contrapesos fuertes que les impidan actuar sin compromisos, sin empatía y sin respetar personas, instituciones y formas.
Ana Gabriela es la expresión más clara del presente de nuestro país. ¿Lo es también del futuro? Claudia Sheinbaum tiene la última palabra. Esperemos que posea la inteligencia emocional que le haga ver que, sin empatía, sin compromiso profundo, no se gobierna; al contrario, se sientan las bases del desgobierno.