Dentro de un año se irá Andrés Manuel López Obrador.
Al dejar la presidencia desaparecerá entre el pueblo al que se debe; gracias al cual llegó a Palacio Nacional y, por cuya protección y contra todo pronóstico, se mantuvo en él.
No volverá, estoy seguro, a tener ningún tipo de intervención en la vida pública de México y esperará en Palenque el juicio de la historia.
La certeza de que así será me entristece, pero es uno de los rasgos de su personalidad que más lo honran y que yo más respeto y admiro.
No abundan los hombres como él.
No son muchos los que, tras haberlo conquistado, no sienten ningún apego al poder.
He visto caer seducidos ante la posibilidad de seguir mandando a los revolucionarios más íntegros y consecuentes.
Perpetuarse en el poder "en nombre del pueblo", reelegirse, modificar la Constitución para mantenerse en la silla o seguir gobernando por interpósita persona, ha sido la constante en la historia. Casi nadie entre los gobernantes progresistas y de izquierda -y los ejemplos sobran en América Latina- se va cuando le toca y de buena manera siendo que no hay nada más revolucionario que someterse a la voluntad del pueblo.
"No hay héroes vivos" decíamos en la guerra y es que solo esos a los que la muerte congela en el heroísmo escapan a la seducción del poder.
López Obrador está hecho de otra pasta.
No sé de ningún dirigente de la izquierda mundial tan consciente, como él, de que, en una democracia, el poder personal, por más respaldo ciudadano con el que se cuente, tiene una fecha de caducidad inexorable.
Su destino es pues eclipsarse políticamente en cuanto entregue la banda presidencial, quedar congelado en ese momento.
Cualquier otra cosa no solo disminuiría, y eso lo sabe, su estatura histórica; sería, además, una traición al mismo pueblo que solo por seis años lo eligió.
Ese mismo pueblo al que tantas veces y tan tenaz y tercamente ha confiado su vida y en cuyas manos deja ahora la posibilidad de continuar la 4a Transformación.
Una revolución como no ha habido otra en la historia, cuya mayor debilidad -si se juzga desde la ortodoxia marxista- el hecho de ser pacífica, democrática y de producirse en libertad, es al mismo tiempo su mayor fortaleza.
Amplia, plural, diversa, heterodoxa y radical como este pueblo al que apela, al que llamará a las urnas en 2024 y de cuya voluntad depende para consolidarse ha de ser la transformación qué, con sello propio, tocará continuar a Claudia Sheinbaum.
Se va López Obrador.
Sabrá Claudia, estoy seguro, honrar, enaltecer, continuar su sello propio, su legado.
Fracasó la derecha conservadora, fracasaron la oligarquía, el poder eclesiástico y el poder mediático; no pudieron, pese a que se empeñaron a fondo, destruir a López Obrador.
Desde los tiempos de Francisco I. Madero, estos poderes, no habían lanzado una ofensiva así; tan masiva, constante y coordinada contra un presidente. Nada, salvo fortalecerlo, lograron.
Fracasaron también los intelectuales y los líderes de opinión qué, creyéndose sus propias mentiras, aferrados a la caricatura que del tabasqueño hicieron para frenarlo en el 2005, jamás llegaron a comprenderlo.
Se lanzarán con todo contra Claudia y fracasarán de nuevo, estoy seguro, porque la democracia, en tanto implica el respeto irrestricto a la voluntad del pueblo, les ha sido siempre ajena.
Le hará falta a Claudia, nos hará falta a muchas y muchos mexicanos, la presencia cotidiana de Andrés Manuel.
Difícil me resulta -como me imagino que le sucede a ella- entender los últimos 25 años de mi vida, de la vida de mi país, sin pensar en López Obrador, pero, como decíamos allá en El Salvador a propósito del Che Guevara, es la hora de tomar de Andrés Manuel "...lo más científico; su terquedad, su ejemplo".