Con pesar, lamentamos la partida de nuestro amigo Alfonso Valdivia. Fue un verdadero conquistador de afectos, cuya presencia irradiaba una calidez que hacía que cualquiera se sintiera bienvenido a su lado. Aunque apenas hace casi un lustro que empecé a tratarlo, ese breve tiempo fue suficiente para entender que no hacen falta cien años para conocer el temple de un hombre tan singular, ni para apreciar la generosidad de sus gestos.
De sangre hidrocálida, pero con el corazón arraigado en la tierra húmeda de Tabasco, Alfonso tenía una habilidad única para hacer sentir a todos como en casa. Su conversación era siempre amena, llena de matices y respeto, y, sobre todo, cargada de una franqueza virtuosa que resultaba refrescante en un mundo donde la sinceridad suele escasear. Hablar con él era una oportunidad para explorar las profundidades de la vida y sus múltiples facetas.
Alfonso era, a su manera, un pensador práctico, un hombre que encontraba en las cosas simples del día a día la materia prima para sus reflexiones. Se dejaba fascinar por la verdad y siempre estaba dispuesto a discurrir y discernir sobre ella. Sus preguntas nunca eran triviales y, aunque sus respuestas a menudo parecieran sencillas, estaban llenas de una sabiduría que solo el tiempo y la experiencia pueden otorgar. Su entusiasmo por descubrir y comprender impregnaba todo lo que hacía. Para él, cada encuentro era una oportunidad para aprender, compartir y crecer.
A menudo, con tan solo mirarlo, me hacía recordar aquella histórica sentencia que dice que es con el gesto de "ser humano" como da comienzo la filosofía. En Alfonso, ese gesto estaba presente en cada acción. Su manera de escuchar a los demás con atención sincera, y su forma de involucrarse en las conversaciones eran un reflejo de su inmensa calidad humana. Su trato siempre fue respetuoso, lleno de una amabilidad natural que no esperaba nada a cambio. En él no había rastros de arrogancia ni presunción.
Hoy, su ausencia deja un vacío, un eco que resuena en las vidas de quienes cruzamos caminos con él. Sin embargo, también nos deja un legado: el ejemplo de alguien que vivió con una disposición constante para abrirse a los demás. Recordarlo es celebrar la vida en su forma más pura, reconociendo que lo que realmente importa no es la cantidad de años compartidos, sino la calidad del tiempo vivido con aquellos que, de algún modo, se hacen presentes en nuestra existencia.
Descanse en paz, Alfonso Valdivia.