La marcha que el presidente ha organizado para este domingo merece varias lecturas.
Primera.- El presidente pretende algo más que mostrar más poderío que los ciudadanos que protestaron el 26 de febrero. Él sabe que la Corte podría invalidar o, por lo menos, congelar el plan B para minimizar al INE y quiere exhibir la potente estructura que le permitirá inducir el voto. Nulificaría, así, cualquier decisión desfavorable de la Corte. El mensaje es claro: con o sin el INE, será difícil arrebatarle el poder.
Segunda.- Invocar la expropiación petrolera como lema de la marcha, permite encubrir la impronta electoral, pero persigue, también, inflamar el nacionalismo con fines electorales. No se recuerda proceso pre-electoral en el que el gobierno norteamericano se haya inmiscuido tan abierta como persistentemente. El avance del crimen organizado en el país y el giro que la explotación del fentanilo le ha dado al comercio ilícito de drogas le han dado a los políticos norteamericanos el pretexto ideal para presionar al gobierno de López Obrador, con el objetivo fundamental de evitar que consiga dejar en la presidencia a alguno de sus candidatos. El desinterés del presidente por cooperar con los Estados Unidos se hace patente a través de las soluciones que ha propuesto: por un lado, campañas informativas en las escuelas sobre los perjuicios del consumo de drogas, así como de relaciones públicas a cargo de la Secretaría de Relaciones Exteriores y, por otro, la extraña propuesta de sustituir el fentanilo en los medicamentos que lo requieren. Parece que al presidente, más que cooperar para combatir el tráfico de la droga, le interesa mantener viva la preocupación norteamericana. La insistente amenaza de grupos políticos de Estados Unidos de usar la fuerza militar para combatir los cárteles le permitirán exacerbar su discurso nacionalista. Nada vendría mejor a los candidatos oficiales que rechazar toda posibilidad de intervención en nuestro territorio.
Tercera.- La movilización oficial muestra que el presidente piensa a la sociedad civil como apéndice del poder y el estado. Los cientos de miles de ciudadanos que abarrotaron el Zócalo el mes pasado lo hicieron no solamente para defender al INE y al voto, sino para hacer patente que en el México actual existen múltiples fuerzas sociales con capacidad de expresión y acción públicas. La manifestación del 26 de febrero fue resultado de la convergencia de los múltiples grupos que hacen de México un país complejo y diverso alrededor de una preocupación común: defender una institución que durante las últimas tres décadas ha posibilitado que el poder en México—en sus diferentes niveles—haya sido ocupado por aspirantes de casi todos los partidos políticos, sin actos violentos y gracias a la participación ciudadana en el desarrollo de los procesos electorales. La defensa no es casual: sólo en un marco de respeto a las diferencias y las contradicciones puede conservarse una sociedad compleja. La marcha de este domingo es, por el contrario, una movilización desde el poder, por el poder y para el poder. Para el presidente no hay sociedad civil que valga, sino aquella que atiende sus convocatorias y se deja organizar y conducir por él. Si la ciudadanía exige respeto por y defiende la diferencia como manera de reconocer a, aceptar a y lidiar con la diversidad, el poder, en cambio, opta por la simplificación, la polarización y la manipulación.
Cuarta.- Los manifestantes del 26 de febrero defendieron el largo proceso a través del cual la ciudadanía consiguió deshacerse de los controles estatales para dejar de ser atendida a conveniencia y convertirse en una fuerza con capacidad para exigir rendición de cuentas y decidir el rumbo que el país debe seguir. El 26 de febrero se defendió el presente—por incierto y defectuoso que sea—con miras a aspirar a un mejor futuro, a sabiendas de que no hay futuro perfecto. La movilización del presidente pretende, por el contrario, revivir las prácticas del poder propias del priísmo de los sesentas y setentas. Es una apuesta por el pasado que tiene sus raíces en la creencia de López Obrador de que los problemas de México no son resultado de su complejidad y la ineficiencia de la mayoría de las políticas públicas, sino de que las fuerzas conservadoras, con su proyecto neoliberal, desviaron el curso natural de la historia, curso que a él, personaje histórico viviente, le corresponde retomar. La marcha, pues, es también un intento por mantener la creencia en un final feliz de la historia, reduciendo la complejidad a una narrativa única.