El racismo es sinónimo de discriminación y denigra la dignidad de las personas, guarece corrupción y complacencia de muchos, pero, sobre todo, el racismo inhibe el ejercicio efectivo de derechos. A pesar de que en México el silencio ha sido compañero del racismo, como en muchos países de América Latina, su presencia ha sido cada vez más consistente en los últimos años. Al aseverar que México es un país racista, siempre alguien lo niega: “¡Eso no!, lo que somos es clasistas, que no es igual”, lo que para Federico Navarrete, profesor del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, sólo reafirma lo primero, pues ambos conceptos son dos caras de la misma moneda.
En México, desde el siglo XVI, el privilegio está vinculado a la procedencia. Desde el régimen colonial español, las mejores posiciones sociales se han reservado a gente de origen europeo y eso hizo que las diferencias en la sociedad novohispana fueran de casta y no de clase”, refirió.
Dichas condiciones se mantienen y por ello en México las divisiones de clase y la estratificación social y económica se ligan a elementos de origen racial, es decir, a quién es europeo y quién es indígena, africano o asiático, y al lenguaje, pues el país siempre se ha puesto a los hispanoparlantes muy por encima de los hablantes de las 68 lenguas originarias que tenemos.
Ante esto, es imposible separar racismo de clasismo, tanto a nivel histórico como en la práctica social, pues en el último ámbito tendemos a ver la posición de las personas a partir de prejuicios y asociamos a las de piel morena con pobreza y menor educación, y a los de tez blanca con privilegios, sofisticación, belleza y éxito, lo cual es totalmente falso. Además, el argumento de que la discriminación por raza o por clase son dos cosas distintas tiene una falla moral, pues parece un intento por hacer ilegítima a la primera y darle carta de aceptación a la segunda, cuando ésta también debería ser combatida. Pero ¿realmente es posible deshacernos de este lastre social de racismo-clasismo en México?.
Las alternativas parecen pocas, sobre todo por como socialmente se privilegia a ciertos grupos y como se mal educa a la población sobre su “rol” social de acuerdo a su raza o clase. Ante esto, es fundamental educar sobre la desigualdad, que en realidad, es lo que alimenta a la exclusión. Añorar que nuestros hijos acudan a escuelas, clubes o grupos “exclusivos”, solo por estatus social o económico, pensando que eso asegurará su futuro, es el factor perfecto para gestar la segregación y la inequidad.
Dar valor a la calidad de las personas, a su cualidad intelectual, moral o afectiva y no a su color de piel o economía, creará un país mas equilibrado y con oportunidades para todos los que, sin importar su sustrato, se esfuercen por progresar. (Psiquiatra/Paidopsiquiatra)