(Primera parte) Con motivo del 12 de octubre haremos breves reflexiones sobre la idea que del cosmos y de la geografía del planeta Tierra tenían los hombres europeos en los días en que Cristóbal Colón hiciera su primer viaje a América.
En esa cosmovisión la experiencia jugaba un papel muy pobre, la religión católica dominaba el pensamiento. Los argumentos que los teólogos de la Iglesia, convertidos en los filósofos y en los pensadores de la época, impusieron para explicar el cosmos y el planeta Tierra, iban acordes con los dogmas religiosos que convenían a la Iglesia católica, a lo afirmado por la Biblia y por los libros de los padres de la Iglesia.
Antes que los aventureros navegantes empezaran a surcar los mares más allá del Mediterráneo, la experiencia jugaba un papel muy pobre para explicar la geografía del planeta. Cuando Cristóbal Colón se atrevió a realizar su primer viaje, se lanzó a lo desconocido, atrapado en los dogmas de la Iglesia y a lo que él pensaba que era el mundo. A pesar de las nuevas experiencias y de la realidad novedosa y fantástica que encontró a su paso, las vio con los ojos y la mente de un hombre de la Edad Media, formado y nutrido con el pensamiento religioso y dogmático de su época.
En ninguno de sus cuatro viajes pensó Colón que había llegado a un nuevo y cuarto Continente: en los dogmas religiosos no cabía, no se aceptaba la idea de un cuarto continente que contradijera la Voluntad Divina, plasmada en la Santísima Trinidad, Dios padre, Dios hijo y Dios Espíritu Santo, en tres Continentes y en tres razas. Las tres coronas de la sagrada Tiara papal eran símbolo de esa triada.
Según los sesudos teólogos de la Iglesia de aquellos días, fue la voluntad de Dios crear el mundo a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad: tres Continentes, tres razas y las tres coronas de la tiara pontificia. África con su raza negra; Europa con su raza blanca y Asia con su raza Amarilla. Además, estas tres razas, según aquellos teólogos, tuvieron sus orígenes únicamente en Adán y Eva y nada más; no se concebía otro origen, otra raza nacida en otro Continente y menos que no tuviera su origen en Adán y en el paraíso terrenal. Por eso el descubrimiento de América y de nuevos pueblos, por el hombre europeo significó un quebradero de cabeza para la Iglesia, para sus filósofos y pensadores llenos de dogmas que todo lo explicaban. ¿Cómo concebir la existencia de otros pueblos que no tuvieran su origen en Adán y Eva?
Les comento que este asunto de las triadas no fue una creencia original de la Iglesia. Este mito data de la más remota antigüedad: los egipcios tenían su triada principal compuesta por la diosa Isis, hermana y esposa del dios Osiris y su hijo el dios Horus. En la India la triada hindú estaba compuesta por Brahma, Visnú y Shiva llamada Trimurti que en sánscrito significa “triple forma”. El hinduismo además contaba con tres libros sagrados: Rig Veda, Yajur Veda y Sama Veda.
Y murió Colón con la creencia de que había llegado a la costa oriental de Asia, a Cipango, hoy Japón. Nunca pensó en un cuarto Continente. Atrapado en el dogma de los tres Continentes, no alcanzó a entender la nueva realidad geográfica de sus descubrimientos.
El inconveniente surgido con la esfericidad de la Tierra y sus habitantes “viviendo de cabeza” en la zona Austral y que existieran habitantes que no tuvieran su origen en Adán y Eva, fue resuelto de manera conveniente por los teólogos de la Iglesia. Argumentaron que sobre la esfera casi rodeada de agua, encima se encontraba montada una gran isla, llamada Ecúmene, con sus tres Continentes, sus tres razas y su origen en Adán, todos viviendo parados hacia arriba y no de cabeza como habitantes antípodas. Y sobre esa ecúmene, universo habitado por el hombre, la Iglesia tenía el dominio, era omnipresente, universal, era Iglesia ecuménica. Por eso los hombres podían gozar del bautismo, del sacramento y de la salvación de su alma porque una Iglesia universal, ecuménica, los tenía a la mano para bautizarlos.
Pero al aparecer América como un cuarto Continente, habitado por una cuarta raza que no era negra, ni blanca, ni amarilla no sólo echaba por tierra el dogma de la santísima Trinidad y de los tres Continentes con sus tres razas, sino que ponía en peligro, en duda, la ecumenicidad de la Iglesia y el origen adamita del hombre. ¿Cómo era posible que siendo la Iglesia ecuménica, universal, omnipresente y omnisapiente hubiera dejado en el descuido, en el abandono, fuera del bautismo y sin salvación a tantas almas durante tantos siglos?
Para Ginés de Sepúlveda fue muy fácil resolver este problema; sin calentarse la cabeza, Sepúlveda simplemente afirmó que los seres nativos, encontrados y conquistados aquí en América por los españoles no eran seres racionales, no tenían alma que salvar y, por tanto, no necesitaban del bautismo. Para él la iglesia no había incurrido en omisión.
Los franciscanos como Torquemada al entender que los indios eran seres humanos y tenían alma, se preguntaron si antes de la llegada de ellos había venido a América alguno de los apóstoles enviados por Cristo quince siglos atrás a evangelizar a los indios. Pero les creo confusión el encontrarse con la civilización avanzada de los aztecas pero que practicaban sacrificios humanos. Esto último los convenció de que jamás por estas tierras habían llegado las palabras del evangelio.
Jacques Lafaye cita a Fray Bernardino de Sahagún que nos dice:
“También se ha sabido por cierto que Nuestro Señor Dios (a propósito) ha tenido ocultada a esta media parte del mundo hasta nuestros tiempos, que por su divina ordenación ha tenido por bien manifestarla a la Iglesia Romana Católica con propósito (de) que (los indios) fuesen alumbrados de las tinieblas, de la idolatría en que han vivido”.
Los franciscanos, junto con Sahagún, entendieron que habían venido a las Indias a evangelizar a los indios, a cumplir con la palabra bíblica y, de acuerdo a la esperanza milenarista, a anunciar la segunda venida de Cristo.