Tres décadas y media después del peor accidente nuclear de la Historia, la catástrofe de Chernobyl pervive en las conciencias colectivas dividida entre el recuerdo simbólico y los efectos reales que todavía se perciben en una región — el norte de Ucrania, muy cerca de la frontera con Bielorrusia — donde el año pasado un incendio provocado en los bosques de la zona provocó un repunte de radiación hasta dieciséis veces por encima de los niveles normales.
Un claro ejemplo de esta doble vertiente ha sido el vuelo conmemorativo que la aerolínea estatal ucraniana UIA organizó el pasado domingo sobre los restos de la central nuclear. Por un precio de unos 90 euros, los pasajeros observaron el escenario de la tragedia “desde los ángulos más insólitos”, pero siempre cumpliendo un estándar de seguridad: el aparato en ningún caso bajó de los 900 metros de altura, el límite mínimo permitido.
Prípiat, la localidad habitada más próxima a la central en el momento de la catástrofe, existe ahora en limbo particular: una ciudad fantasma para los humanos; una posible reserva natural para los animales. De hecho, y como lleva haciendo desde hace unos años, el Gobierno ucraniano ha reactivado su iniciativa para conseguir que la UNESCO declare el área inmediatamente afectada por la catástrofe, la llamada Zona de Exclusión que abarca un radio de 30 kilómetros desde los restos de la central y que comprende a la propia ciudad, como Patrimonio de la Humanidad. Lo hace a pesar de los estudios científicos que han determinado que la radiación en algunas zonas tardará 24,000 años en desaparecer, si lo hace alguna vez.
Así, los reportajes fotográficos del particular paisaje espectral de Prípiat, repleta de ruinas consumidas por la maleza, aparecen al tiempo que nuevos estudios sobre el impacto de la radiación en los descendientes de los supervivientes de la tragedia y los cultivos de la región — más leve de lo que se creía hasta ahora en el primer caso, peor de lo que cabría pensar en el segundo –.
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Finalmente, el debate público también se mueve entre estas dos corrientes: el espectro de la antigua Unión Soviética, cuyos antiguos líderes recuerdan la pésima gestión del desastre y el impacto que tuvo en el proceso de disolución del gigante rojo, y la realidad actual de la seguridad nuclear, alimentada por otra catástrofe nuclear más reciente, como fue la ocurrida en la central japonesa de Fukushima en 2011.
“Treinta y cinco años después, todavía estamos intentando comprender el alcance completo del impacto de Chernóbil en el mundo. Y con todo, en un sentido muy real, vivimos en un mundo definido por Chernobyl. Hay una verdad que es tan simple como aterradora: un accidente nuclear es un accidente nuclear, sea donde sea”, explica la investigadora Mariana Budjeryn para el Boletín de Científicos Atómicos en su evaluación de la tragedia.