Afines del año pasado se publicó un artículo sobre arte del pueblo indígena mayoritario originario e identitario de Tabasco y hubo reacciones de descontento e incomodidad por- que se les llamaba “Yokotanes”.
Este hecho por un lado de- muestra que se ha avanzado en la recuperación de la identidad y la dignidad del pueblo indígena de Tabasco, y al mismo tiempo que falta entender que no se trata de buscar una buena designación “técnica”, “objetiva” de este pue- blo, sino que se trata de escuchar y dejar que las propias personas que son parte del mismo decidan como llamarse, y desde su propia cultura y lengua.
Tienen razón los intelectuales, profesores y artistas indígenas que se molestaron, pero no se sintieron con la seguridad de ser tomados en serio si se dirigían directamente al periódico, sino que buscaron la mediación de quienes han trabajado en los pueblos (y tienen un título académico) para que su sentir no fuera rechazado. Algo semejante pasó con la presentación de una publicación de relatos tradicionales en donde el autor no quedó conforme con la visión de lo indígena que daban en la presentación los editores. Es decir, aun cuando de parte de intelectuales mestizos hay buena voluntad, no se ha avanzado en la comprensión, en escuchar, aceptar lo propiamente indígena. Desde la sociedad mayoritaria seguimos imponiendo nuestros prejuicios para verlos, explicarlos y nombrarlos, buscando mantener una jerarquización (saber/no saber, estudiado/no estudiado).
Hace falta mucha educación y cultura en la población urbana del estado para entender cómo abordar la cuestión. Y por otro lado, llama la atención como ha sido importante la lucha en torno al nombre del pueblo Yokot’an a lo largo de la historia. Tan importante que de ahí viene -y siempre se ha negado-, el nombre de la península de Yucatán.
ITZÁES Y QUICHÉS
En el último viaje de Colón, según narra su sobrino, se encontraron en el Golfo de Honduras con dos enormes canoas de comerciantes, que al ser cuestionados de dónde venían y quienes eran, dijeron que eran Yokot’an. Y se buscó demeritar el nombre diciendo que significaba “no lo sé”. Sin embargo, cuando se organizó desde Cuba la primera expedición española a lo que hoy es México, anunciaron que iban a Yucatán. No sabían- como si lo defendería después para pedir su gobierno- el adelantado Francisco de Mon- tejo, que los Yokot’anob controla- ban todos los puertos comerciales de la Península hasta Honduras, y que eran el pueblo origen tanto de los Itzáes como de los Quichés de Guatemala.
Después -como igual ocurriría con el quechúa en Sudamérica- serían los propios españoles quienes, al cuestionar a sus guías indígenas, casi siempre tlaxcaltecas hablantes de nahua, expanderían los nombre nahuas sobre territorios a los que no habían llegado antes o impondrían a otros pueblos los que ya usaban. Es el caso de los de Tabasco, a quienes como a otros en Jalisco, en Oaxaca, Nicaragua y el Salvador, llamaban despectivamente Chontales, que significa extranjeros, bárbaros. Los conquistadores y colonizadores simplemente sobrepusieron los nombres que sus guías les decían y así los manejaron en las relaciones descriptivas de 1579, siguiendo la costumbre hasta los últimos decenios del siglo XX.
El desarrollo del pensamiento científico creó discursos científicos para hablar de los pueblos no europeos: la antropología y la etnografía; y definió de una manera esencialista a estos pueblos que no tenían organizaciones estatales como “etnias”, desde una visión externalista y paralizante: pueblos sin historia, sin futuro.
La visión de mundo modernizadora y desarrollista del siglo XX los consideró como culturas de atraso que debían desaparecer, incluso cosas vergonzosas. En México, la historia ha sido muy complicada por la alta densidad de población y porque la mayor parte de la población urbana sigue hasta ahora claramente mestiza y en mucho indígena, pero también las situaciones han sido muy diferentes de acuerdo con las regiones.
En Tabasco, el conquistador usó a los indígenas locales para los 20 años de guerra de conquista de Yucatán, con lo que despobló a la región. De esa poca densidad de población centrados en Nacajuca y el norte del municipio del Centro, cambiando su forma de sustentarse (del comercio a la agroacuacultura intensiva), sobrevivieron los Yokot’anob llamados despectivamente Chontales. Fueron despojados del comercio marino y luego de las tierras de cultivo no inundables. Pero desde fines del siglo XVIII comenzaron a recuperarse demográficamente y con el apoyo de varios curas fundaron nuevos pueblos como Pueblo Nuevo de las Raíces, San Carlos, San Fernando de la Victoria (hoy Frontera), San Francisco del Peal (Quintín Aráuz), Vicente Guerrero, etc. El gran modernizador de Tabasco, Tomás Garrido, vio a su cultura como atraso y al mismo tiempo que les dió escuelas y tecnología, les quiso quitar sus dos religiones, la tradicional y la católica, generando confrontaciones violentas. Prohibió también su manera de vestir y la lengua.
Pero al mismo tiempo, avanzó el mestizaje rural donde predominó la mezcla entre indígenas y africanos, al grado que estos, llamados “pardos”, se convirtieron en los miembros de la milicia para defender al estado contra los piratas. En el campo, progresiva- mente, esta población mestiza se identificó como “Chocos”. Gen- tilicio que se sigue usando para distinguir a los tabasqueños sin preguntarse de dónde viene y sin considerar su enorme parecido con el término Yokot’an: Yoko.
De etnias a pueblos, con historia y futuro
En la lógica de la etnografía y la antropología de verlos como “etnia”, los antropólogos (Ruz, Villarojas, Incháustegui) inventaron un nombre que consideraban técnico, descriptivo, adecuado y objetivo al llamarlos Maya- chontales. No sería hasta los movimientos indígenas reivindicativos de América del Norte desde los años 70, los de Sudamérica y el resto del mundo de los 80, en que se defendió la importancia de recuperar las historias propias de los pueblos indígenas, nativos, u originarios, que se promovió la recuperación de los nombres propios. En México esto comenzó en los 90 y tuvo reconocimiento oficial gracias a los esfuerzos de Salomón Nahmad, Rodolfo Stavenhagen, Arturo Warman y en Tabasco Carlos Incháustegui. Así, por ejemplo, los huicholes fueron reconocidos como Wixaritari o pueblo Wirrarika, los Tarahumaras como Raramuri, los Otomíes como Ñañu, etc.
Además, se reconocieron (aunque no constitucionalmente) ya no como etnias, sino como pueblos; como sujetos, como actores con historia y futuro. Desde la formación del Supremo Consejo Chontal en los 70 se promovió que se reconociera y usara en Tabasco el nombre de Yokot’an y su plural Yokot’anob (de Yoko=verdadero, t’an=lengua, ob=plural), el o los que hablan la verdadera lengua. Coloquialmente se usa por ejemplo: yoko uinic (hombre verdadero), yoko ishik (mujer verdadero), Yoko sukun (hermano verdadero). Yoko, el término de autorreferencia, es el origen del término “Choco”.
La resistencia consciente e inconscientemente racista ha sido mucha y su última forma de expresión de esto ha sido la invención del gentilicio “castellanamente” “correcto”, pero sin sentido desde la perspectiva cultural y lingüística Yokot’an de “Yokotanes”.
La lucha por el nombre y la lengua es la lucha por la persistencia y el respeto al origen indígena de Tabasco. Los tabasqueños se precian de distinguirse del resto de los mexicanos por su habla en español, por el español tabasqueño, el cual, como lo demostró Rosario Gutiérrez Eskildsen, no es sino Yokot’an traducido literalmente al español. Si algo tienen de original los tabasqueños es lo que les aporta la cultura Yoko. Por eso son “Chocos”. (*Investigador, académico y escritor)