El 16 de noviembre a las siete de la tarde, hora de Nueva York (medianoche en España), dará comienzo en la sala Sotheby's del Upper East Side una de las principales subastas de la temporada de otoño. La 'Velada de Arte Moderno' agrupa piezas entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Aunque ese tramo temporal implica descargas de adrenalina y transacciones millonarias más discretas que las subastas de contemporáneo, las cifras suelen ser igualmente estratosféricas. En la del pasado mayo, que casi dos millones de personas siguieron en directo a través de Internet y sirvió para «tomar el pulso al mercado del arte en el mundo pospandemia», se vendió uno de los 'Nenúfares' de Monet por más de 60 millones de euros; sin embargo el martillo cayó para unas 'Manzanas y peras' clásicas de Cézanne por menos de 17 millones, sin alcanzar la estimación inicial de entre 20 y 30.
A pesar de esas luces y sombras, no pasó inadvertido el hecho de que, aparte de las cifras mareantes de los números uno del mercado, en la misma subasta la pintora italoargentina Leonor Fini duplicase ampliamente su valoración anterior cuando el surrealismo sofisticado de su 'Autorretrato con escorpión' de 1938, fue a parar a un comprador asiático por casi 2 millones de euros.
En ese contexto, la velada del próximo martes supondrá una nueva toma de la temperatura del mercado directamente desde el torrente sanguíneo. Dada la riqueza y variedad de estilos del periodo moderno, está previsto que la subasta cuente con obras tan dispares como la geometría en equilibrio de un móvil de Calder y un paisaje de Antibes firmado por Monet como piezas destacadas. Junto a ellas, ambas entre los 10 y 15 millones de estimación, Magritte, Soulages, Renoir, Van Dongen, Kirchner, Marc, Lee Krasner, Picasso, Moore, Diebenkorn, Léger y Lempicka, entre otros autores, firman obras por encima de los tres millones. Fuera de América, la primicia sobre el resultado final de cada lote será para quienes aguanten despiertos en Europa y quienes madruguen en Asia. Por ahora es insondable, pero buena parte del público y de los profesionales estarán pendientes del destino que aguarde a la estrella de la jornada, que no es Calder, Picasso o Monet, sino un cuadrito de apenas 28 x 22 cm que Frida Kahlo pintó en 1949 y que sale a subasta con una estimación mínima de 25 millones de euros.
Concluida cinco años antes de su muerte, la pintura se considera el último autorretrato de Kahlo entre los muchos que pintó en este formato, una composición casi frontal que recorre tentacular la Historia del Arte hasta el Renacimiento. Por su reducido tamaño podría ser uno de los que realizó o retocó postrada en la cama, durante las largas convalecencias que la mantenían encerrada entre las paredes de la Casa Azul. Ese año, por ejemplo, sufrió una gangrenación del pie derecho. Titulado 'Diego y yo', representa el rostro de la artista en plano cerrado y empapado de lágrimas. Dentro del autorretrato hay otro retrato de Diego Rivera, que -no por primera vez- aparece inscrito en su frente, en esta ocasión con un ojo adicional.
Frida Kahlo conocía el valor estético y expresivo de su mirada enmarcada por sus célebres cejas. La exposición dedicada a la artista en 2018 en el Victoria & Albert de Londres para limpiar, fijar y poner aun más de manifiesto la vigencia de su imagen, reunió su colección de vestidos tehuanos de voluminosas faldas -las que, según el cruel comentario de Lupe Marín, anterior esposa de Diego Rivera, usaba para ocultar la pierna debilitada por la enfermedad- y recorrió minuciosamente sus rituales de belleza: los pañuelos anudados en torno a la melena trenzada, las joyas, el colorete, la crema Talika para fortalecer el cabello y el bozo que consiguió elevar a la categoría de fascinante seña de identidad. El pintalabios de Revlon -en el tono 'Everything's rosy'- le servía para acentuar los labios que más de una vez estampó en alguna carta. Pero la fuerza de Frida está en su mirada, en sus ojos, secos o llorando a mares, fijos en el espectador, abiertos de par en par, más desafiantes que amables, como una 'dolorosa' barroca que se haya desprendido de cualquier advocación que no provenga de la tierra, las flores, los pájaros o la bandera comunista que Diego Rivera extendió sobre su ataúd.
Ya señalaba Raquel Tibol, que la conoció personalmente y fue su primera biógrafa, que Frida se representó seria, pensativa y, con certeza, más sufriente de lo que era. Como prueba de la energía y la voluntad que la sostuvieron, relata cómo pocos días antes de morir, Frida encontró fuerzas para asistir a una protesta social, tal como había hecho en centenares de ocasiones. Diego fue quien en alguna ocasión la pintó sonriendo y tal como sus cartas y diarios la muestran: ocurrente, alegre y llena de vida. También es a través de la cámara de su amante durante diez años, el publicitario y atleta olímpico Nickolas Muray, como se perpetúa la imagen de la Frida vital, elegante y exótica de las revistas, no la de sus cuadros, tan ligada a un universo simbólico y emocional opresivo.
Igual que su padre retrató a la niña y la adolescente de mirada fija, quizá la que más se parece a la Frida pintada, un rutilante grupo de pioneras fotógrafas formado por Lola Álvarez Bravo, Gisèle Freund, Lucienne Bloch, Toni Frissell e Imogen Cunningham contribuyó a dejar constancia de su atractivo y carisma en algunos de los retratos más íntimos de la artista en momentos de su vida adulta. A través de los ojos de todos ellos se revela una Frida más suave, más real; a menudo frágil y siempre subversiva.
Quizá porque pintaba «por necesidad», la pintura de Kahlo parece mezclada con el fluir de un monólogo interior, aunque más complejo y sutil que lo que la jibarización de su obra en las últimas décadas puede dar a entender. Sus lágrimas, una por la traición de un cuerpo que la torturó y la arrastró por el vía crucis de 30 operaciones -incluida una amputación-, otra por la imposibilidad de tener hijos y otra por el 'ni contigo ni sin ti' de Diego, son las de una mártir que, a la vista de sus biografías y cartas, no encaja del todo con la auténtica Frida, la mujer que, a pesar de estar «muy fregadísima, como siempre», tramita la entrega de un cuadro a su médico o a su dentista a cambio de tratamiento: «Querido camarada, aquí van las muelas».
¿Podría ser esta subasta una nueva escalada de esa Frida Kahlo mítica y algo borrosa? Es probable que marque un antes y un después si se tiene en cuenta que el precio anterior más alto pagado por una obra suya fue de 6,8 millones de euros en Christie's en la primavera de 2016. En caso de que 'Diego y yo' cumpla al menos su estimación mínima -la máxima roza los 45 millones-, sería la segunda obra más cara de una artista vendida en subasta. Aunque, dada la popularidad de Frida y su trayectoria en los últimos años, no es descabellado pensar que la venta pueda superar los casi 40 millones pagados por la 'Flor blanca' de Georgia O'Keeffe en 2014, que actualmente ostenta el récord para una obra de una mujer artista. Como antecedente, consta que 'Diego y yo' ya salió a subasta en 1990, cuando se vendió por 1,2 millones de euros al cambio, un récord en ese momento, tanto para una pintura de Kahlo como para una obra de arte hispanoamericano. Las otras ventas, las que se hacen en secreto, quedan fuera del radar a pesar de ocasionales rumores como el que atribuye más de 100 millones de euros a una reciente transacción entre particulares por una obra de Kahlo.
Entre datos, progresiones y estadística, la intriga está asegurada para la noche del 16 de noviembre. En cuanto a los efectos sobre la apreciación de Frida, la subasta podría en efecto quedar en una prueba más de la dimensión desproporcionada de la llamada Fridamanía, que amenaza con alejar de su contexto la obra y la ideología de una artista que en los solo 67 años trascurridos desde que falleció, ha alcanzado proporciones capaces de resquebrajar los dolorosos corsés de yeso que utilizó y fagocitarla por completo. Polémicas como la que se originó cuando, hace ya unos años, la líder conservadora británica Theresa May llevó una pulsera con imágenes de la pintora mexicana a una cumbre de su partido, ponen una y otra vez en tela de juicio la universalidad de su imagen y el derecho a usarla, algo que ya se ha dado con otras figuras icónicas, como Ernesto Che Guevara. Respecto a su obra, para los expertos navega entre el surrealismo, que tanto ella como Diego negaron, pero que estaba en el ADN del arte de su época, la claridad naif y el poderoso simbolismo personal. A pesar de que solo alrededor del 30% de su obra son autorretratos, la simplificación mitificadora que Kahlo soporta ha contribuido a borrar del interés público y privado buena parte de su producción. La subasta del martes podría ser la excusa para volver sobre ella una mirada más justa.
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